CHÁCHARA INTELECTUAL ANTE EL MELODRAMA DE ESPAÑA (tras leer
el libro de Gregorio Morán El cura y los mandarines)
Francisco Cordero Morganti
“¿Cual es la definición del intelectual? Un intelectual es aquella persona para la cual los problemas políticos son, ante todo, problemas morales”
Max Aub
El número cuatro de la revista La Ignorancia esté dedicado a la “ch”, este tema, en principio, no tiene relación directa con este artículo, que pretende comentar la obra de Gregorio Morán El cura y los mandarines (Ed. Akal, Madrid, 2014), pero la condición de letra extinta del alfabeto castellano que tiene la “ch” puede dar de entrada un hilo conductor para abarcar el sentido de las casi 800 páginas de excelente investigación del libro de Morán, subtitulado “Historia no oficial del bosque de los letrados. Cultura y política en España 1962-1996”.
El paso de la “ch” a la “c, h” se debe como es sabido a que la Real academia así lo estableció por decreto, digamos que se pasó discrecionalmente de una realidad a otra en el plano de los signos. En el nivel fonético esta decisión no suponía ningún cambio, pues la pronunciación de la “ch” no varió, pero a nivel morfológico sí, pues tal sonido ya no correspondía a una sola letra, sino a dos. Así pues, la historia de esta desaparecida “ch” nos puede ayudar a comprender el sentido general del libro del que vamos a hablar como la descripción de una realidad (la historia intelectual española del último tercio del siglo XX) que, cambiando de forma durante la Transición, continuó siendo igual en el tono que había adquirido durante los años de dictadura.
Sin duda lo dicho puede ser tomado como una exageración, una injusticia, o una reducción interesada, pero nadie que lea esta inteligente, mordaz y documentada obra de Gregorio Morán puede evitar una sensación de revelación que responde definitivamente a una sospecha, fundada o no, sobre el porqué de la ausencia casi total de una intelectualidad crítica en España. La respuesta, tras leer el libro, puede resumirse en una amarga y sencilla conclusión: cuarenta años de franquismo pesan mucho, sobre todo para los intelectuales.
Todo el libro de Morán es, como decimos, la respuesta a una pregunta que tiene mucho de señalar la desnudez del rey, en este caso, la de los intelectuales “mandarines”, aquellos que dominaron y dominan el panorama del pensamiento hispano: “¿qué fue sucediendo (se pregunta Morán) para que los mandarines, las figuras críticas de nuestra cultura de los años sesenta, se fueran haciendo cada vez más conservadores, hasta convertirse en institucionales?
Efectivamente, ¿qué pasó?
Empecemos por exponer este libro partiendo del inmediato presente, concretamente, retomando una pregunta que lanzó Julio Anguita en su último discurso electoral en las elecciones andaluzas de Marzo de 2015:
“Apelo a los intelectuales, ¿Dónde puñetas estáis? Que no os comprometéis para sacar de la inmundicia a nuestro país. ¿Dónde están? Aquellos intelectuales que con Don José Ortega y Gasset firmaron el manifiesto por la república: ¿dónde estáis?, ¿estáis al lado de vuestro pueblo?, ¿del euro?, ¿De la competitividad?, ¿de la Merkel?; ¿pero no veis que la gente no tiene trabajo?, que se lleva a los abuelos a vivir a casa para poder cobrar los subsidios ¿no veis que se van a los comedores de Cáritas? ¿dónde estáis? ¿en qué estáis pensando?”.
Pues sí, un intelectual crítico piensa en una determinada dirección, aquella que apunta a señalar las injusticias, a denunciarlas, a no dejar pasar ni un ápice de inmundicia sin triturar. Este argumento no se refiere únicamente a pensadores modernos o contemporáneos, tiene un precedente milenario: allá por el siglo IV a. c., la filosofía de Platón surge como la respuesta al derrumbe moral de la democracia ateniense. Platón parte de un problema abstracto (distinguir claramente las opiniones infundadas de la argumentación científica) y termina acometiendo un problema político concreto: ¿cuál puede ser el estado en el que sus ciudadanos puedan vivir en paz y armonía? Tal cuestión fundamental en la filosofía viene dada, como decimos, por la necesidad de responder a una urgencia política, como es la reconstrucción de una dignidad social perdida en las luchas fratricidas entre políticos espurios.
España 2015: ¿no tiene nuestro país la necesidad urgente de aportaciones críticas que puedan explicar el porqué de tanta vergüenza?
Vergüenza sí, provocada por el poder institucional y fáctico (bancario, político, monárquico) incapaz de ocultar la obscenidad de sus delitos y evitar la progresiva ruina de la legitimidad obtenida en la Transición de 1978. Este afecto (la vergüenza) no debe de ser en absoluto subestimado como la patética reacción de un pueblo resignado a sufrir las decisiones de una clase dirigente omnímoda y todopoderosa. El mismo Marx habló de ella como la gota que hace colmar el vaso de lo soportable, y en España, en nuestros días, ese vaso hace tiempo que se colmó.
Pocos intelectuales españoles afrontan esta situación límite de desborde de la vergüenza vivida en nuestro país. Y estos “pocos” son claramente muchos, pero la divulgación que tiene su crítica se reduce mayormente a la prensa digital. La prensa escrita, en cambio, es socialmente transversal, no llega solamente a aquellos ciudadanos con acceso a internet, por muchos millones que sean. Por muy debilitada que se encuentre, la prensa tradicional continúa siendo el canal de información que más influye en la opinión informada de un país; su carácter material, su existencia física, da estatuto de “realidad” a una noticia así como a una opinión de forma mucho más potente que la prensa virtual.
En este tipo de prensa, efectivamente, son contados con los dedos de una mano aquellos intelectuales que oponen a una realidad ominosa el ariete de su crítica. En la inteliguentsia que publica en papel prima una ironía mordaz políticamente inútil (Fernando Savater), o un desprecio aristocrático por los problemas así como por sus alternativas de solución (Félix de Azua, Julián Marías Jr.), o una contradicción flagrante entre el mal que se denuncia y los actores que se defienden para solucionarlo (Antonio Elorza, que declara públicamente no volver a votar al PSOE por apoyar la reforma de la justicia del PP que introduce la cadena perpetua, y apoya después a Pedro Sánchez frente a Rajoy en el debate del estado de la nación, habiéndose sentado recientemente ambos políticos en la misma mesa para firmar tal retrógrada reforma), o la adhesión in extremis a un sistema político saltando por encima de las incisivas críticas que antaño le han prodigado con el argumento del “mal menor”, frente al peligro del “populismo” que viene (Francesc de Carreras, Enrique Gil Calvo, Juan Cercas, etc.).
Todos los intelectuales que acabamos de mencionar escriben en el periódico más influyente de España: El País. Gregorio Morán dedica a este diario un capítulo de su libro con el esclarecedor título de “El País como parodia del intelectual colectivo”.
Sorprende conocer la génesis, en 1976 (año sucesivo a la muerte del dictador Francisco Franco), de un diario referente de la opinión del “centro-izquierda” político español. Sus fundadores, el político Manuel Fraga, el empresario Jesús de Polanco y el periodista Juan Luis Cebrián son importantes prohombres del franquismo en sus respectivas facetas. Destaca sobre los tres el político Fraga, ministro de información y turismo durante el franquismo, agente responsable de la ejecución del dirigente comunista Julián Grimau (“ese caballerete”, como calificó en su momento el ministro al fusilado), matón político del momento, como cuando llamó por teléfono al padre del estudiante Enrique Ruano, recién fusilado, para amenazarle con asesinar a su hija si no cesaban sus protestas, responsable último, siendo ministro de la gobernación en 1976, de la brutal represión de los primeros conatos de protesta democráticos que se producen en el país y que llegará a su punto álgido con la muerte ese mismo año de cinco obreros a la salida de la iglesia de Francisco de Asís por la guardia armada franquista (los llamados “sucesos de Victoria”), son, en fin, los tiempos en los que Fraga se despachaba con su celebérrima frase “la calle es mía”.
Tras la muerte del dictador, Manuel Fraga es uno de los políticos del régimen con más prestigio de “reformista”, su ambición es organizar y controlar el proceso de reforma político que conducirá a la democracia y convertirse, como colofón, en presidente del gobierno. Para este objetivo concibe la fundación de El País.
Este periódico es el espejo en la cultura del momento político que se está viviendo, a efectos prácticos, será la plataforma de aterrizaje de la vieja guardia intelectual franquista en la joven democracia. Sus columnas de opinión, tribunas y editoriales fueron abiertos en su inicio por “filósofos” apologetas del franquismo, como Pedro Laín Entralgo o Julián Marías, “poetas” de temática deleznable, como José María Pemán, que celebraba en El Ángel y la Bestia el bombardeo de la ciudad de Madrid durante la guerra civil y la muerte de niños como pago por los pecados de sus impíos padres, políticos reaccionarios como Álvaro Gil Robles (que tendrá su rentrée pública en este rotativo después de años de silencio) partidario de la brutal represión del alzamiento de Asturias en 1934 llevada a cabo por el entonces general más joven de Europa, Francisco Franco, al que Gil Robles defendía para tal encargo, sabedor de su proverbial crueldad. Gracias a este periódico, todos estos personajes de dudosa trayectoria democrática encontraron su acomodo en el cambio político como representantes de un pasado “políticamente alternativo” a la vieja y cruenta dictadura que se pretendía dejar atrás: El País se constituye así como el mecanismo que las élites postfranquistas utilizaron para lograr la conversión de los viejos mandarines del régimen en pensadores liberarles que venían a aportar su grano de arena democrático.
El País fue el balneario en donde se templaron y regeneraron las trayectorias intelectuales de pasado inicuo, dando a todos aquellos que en la teoría y en la práctica habían apoyado sin reservas al franquismo el apelativo de “falangistas –liberales” y haciéndoles pasar por “opositores silenciosos” de un régimen al que habían entregado lo mejor de sí mismos.
Esta operación de blanqueo de aquellos que antaño habían defendido lo más opuesto a la democracia se efectúa avecinando a los interesados, a través del diario de Prisa, a personajes que sí habían expresado públicamente su disconformidad con la dictadura franquista, como el filósofo José Luis López Aranguren, figura clave de esta “transición” de la intelectualidad franquista a la democracia. Este filósofo y profesor había sufrido la expulsión de la Universidad en 1969 (junto a los también profesores Agustín García Calvo, Enrique tierno Galván, Santiago Moreno Díaz, Roberto García y José María Valverde) por su apoyo público a las manifestaciones de estudiantes, muy profusas en las postrimerías del franquismo. Por su condición de intelectual represaliado y de cristiano abierto al diálogo con el marxismo, Aranguren se convierte en la clave de bóveda del nuevo edificio que se quiere construir como perfecto albergue de lo viejo y lo nuevo.
Aranguren se convierte así en la opinión de referencia del nuevo diario, aunque, de facto, su pensamiento no vaya más allá de consabidas verdades éticas y generalidades de consenso político. Esta palabra, el “consenso”, será la mano invisible que guíe las opiniones, los editoriales y los argumentos periodísticos, y Aranguren se presentará como su dominador absoluto; experto además en el arte de criticar sin objeto de crítica, de reconciliar a enemigos inexistentes, y de descubrir mediterráneos políticos. Si Kant definió la ironía como una tensa espera que se resuelve en nada, el pensamiento de Aranguren es una dilatada disertación que conduce a inanes conclusiones; su estructura reflexiva es una ironía sin pizca de gracia, abstrusa, e incapaz de cualquier concreción útil en lo político. Suya será la expresión “intelectual colectivo” para calificar al grupo preferente de opinión de El País en los años 80 (constituido por lo más florido del falangismo y el franquismo al que nos referimos – Laín, Marías, Ricardo de la Cierva -), aquí sí, asistimos a una eficiente creación ideológica por parte de Aranguren.
La frase del genial Max Aub que encabeza este artículo define palmariamente a Aranguren, así como a la legión de seguidores suyos que vendrán. Para este filósofo los problemas políticos son sobre todo problemas éticos. Este planteamiento, en apariencia impecable, conduce irremediablemente a la despolitización del pensamiento, al recorrido inverso de la filosofía de Platón a la que nos referíamos antes. Si Platón comienza por lo abstracto y termina en lo concreto-político, el flamante pensamiento español de la joven democracia que seguirá la enseñanza de Aranguren empezará por lo político para acabar en una abstracción ética que despega de la concreción de partida. Siguiendo la estela del maestro, la ética será el gran tema del pensamiento filosófico español de la Transición en adelante: desde Fernando Savater hasta Adela Cortina, desde José Antonio Marina hasta Victoria Camps, desde Julián Marías hasta Javier Sádaba. Tras el paso de la crítica política a un segundo término, el pensamiento ético apolítico dominará (con honrosas excepciones) el panorama filosófico español.
Esta despolitización de la labor crítica abrirá el camino para que se produzca el encuentro entre los viejos mandarines del franquismo y unos jóvenes intelectuales, cuya procedencia sorprende por su radicalidad izquierdista y antifranquista.
El capítulo “Pecios olvidados tras los naufragios” está dedicado a la aparición de las nuevas revistas de ideología izquierdista que menudearon tras la inmediata muerte de Franco, y es, como buena parte del libro, una joya de investigación histórica especializada en el tema. Resulta imposible resumir aquí la riqueza de datos, anécdotas y análisis con los que Gregorio Morán ilustra el aluvión de publicaciones que vinieron a dar voz a un pensamiento de izquierdas implacablemente silenciado por la censura. Era inmenso el deseo de expresión de la disidencia. La universidad española de la década de los setenta era una olla a presión: manifestaciones contrarias al régimen, profesores franquistas que tenían que ser custodiados en sus clases por la guardia armada (como fue el caso de Manuel Fraga), bustos y retratos del caudillo que volaban por la ventana o eran quemados. Desde la muerte de Franco en 1975 hasta las primeras elecciones democráticas en Junio de 1977 se produce, sin embargo, un curioso fenómeno de esquizofrenia cultural. En estos dos años aterriza una inteligencia radicalizada e izquierdista en una sociedad despolitizada y educada en el miedo y el silencio (situación perfectamente resumida en la famosa reconvención de Franco a uno de sus ministros: “no te metas en política”). La política, la libre reflexión o el activismo eran sinónimos de cárcel y tortura, un terreno en el que nadie que quisiera prosperar normalmente se debía meter. Se encontraban, así, unas jóvenes élites radicalizadas con una sociedad profundamente inmovilista que había sido educada en el miedo y el desprecio a la opinión independiente; era como si los extraterrestres decidieran por fin revelarse a una población ignorante de su existencia.
Porque es un fenómeno de contacto extraterrestre comprobar en panorámica el tono de toda la producción intelectual que se vertía en una sociedad en absoluto preparada para un contraste tan alto con las ideas recibidas. Gregorio Morán lo dice muy bien:
“Si hay un rasgo que caracteriza al abanico de revistas teórico políticas que nacen con la muerte de Franco, éste es su extrema radicalidad (…) La moderación social y la política contrastan con la exageración revisteril. Pero arañando un poco más se detecta que esta radicalidad de las publicaciones es genérica, no concreta. Se refieren al ámbito de la teorización política, apenas si hay algo sobre el pensamiento y la entonces denominada “practica-teórica” real, sobre el entorno. No pueden ser las mismas las inquietudes teóricas de la Sorbona parisina de 1977 que las de la universidad Complutense de Madrid. ¿O sí? Pues la verdad es que podrían parecer gemelas. Lo cierto es que las sociedades no tenían nada que ver.”
El marxismo más desabrido, más escolástico y más contundente se venía a manifestar en la prosa de autores que alzaban tanto su voz y radicalizaban tanto sus teorías que resultaba imposible una correcta asimilación por parte de los legos en la materia. Los nuevos intelectuales profundizaban en teorías políticas como la dictadura del proletariado o el maoísmo, en las antípodas de la “práctica social” que debía recibir tales propuestas. Esta disociación entre la teoría y la realidad social a la que se pretende llegar explica, como hemos apuntado, la corta vida de las nuevas publicaciones que daban soporte al flamante pensamiento de izquierdas. La mayoría no durará más allá de la mitad de la década de los ochenta, incluso alguna de ellas morirá al tiempo que viejas publicaciones franquistas (como es el caso de La calle, revista fundada por el PCE, y Triunfo, que, pese a su nombre, daba soporte a una moderada opinión alternativa al franquismo, ambas desaparecen en 1981).
La victoria en las primeras elecciones democráticas de la conservadora UCD y la posterior sucesión en el gobierno del partido socialista de Felipe González son las dos claves para entender la disolución de esta radicalidad surgida tras el fin del franquismo. La victoria de un partido cuyos dirigentes son, sin excepción, prohombres y ministros del anterior franquismo supone una refutación práctica, que viene a sofocar tanto ardor revolucionario teórico. Será posteriormente el PSOE, que obtiene todo el apoyo del statu quo político y económico tanto nacional como internacional, el que ubique y reoriente aquella radicalidad izquierdista (confundida, tras la victoria de la UCD) en el apoyo a las instituciones, que por la década de los ochenta estarán copadas por miembros del partido socialista o afines a él.
Ejemplo de la conversión del pensamiento izquierdista radical a institucional es el manifiesto de apoyo al gobierno socialista firmado por muchos intelectuales en Febrero de 1986, cuando este mismo gobierno organizó, en contra de lo defendido hasta el momento por un partido de izquierdas, un referéndum para la permanencia de España en la OTAN. Atrás quedaban, por parte del partido que convocaba la consulta, las multitudinarias manifestaciones en contra de la entrada en la Alianza Atlántica encabezadas por Felipe González y Alfonso Guerra (“OTAN, de entrada, no”, tal y como rezaba el famoso eslogan), pero también quedaba para el olvido todo aquel oropel de novedad emancipadora que se había teorizado. Ante el referéndum, título del manifiesto publicado en El país que defendía el voto positivo a la permanencia en la Organización militar, fue firmado por toda la inteligencia que se “bautizó” comunista o socialista en el postfranquismo y que ahora se “confirmará” como oficialista, entregada a un posibilismo organizado institucionalmente por el PSOE. Firmaron el manifiesto aludido (que bien podría cambiar su nombre por el de la película de Martin Scorsese “El fin de la inocencia”) Jorge Semprún, Javier Pradera, Gil de Biedma, Sánchez Ferlosio, entre otros, dentro de una larguísima lista de personalidades de todos los ámbitos de la cultura, desde los pintores Antonio López y Eduardo Arroyo, pasando por actores como Charo López o Adolfo Marsillach o profesores universitarios como Santos Juliá o Josep Ramoneda. Este último, procedente de la extrema izquierda de la Bandera Roja y el PSUC, escribía un artículo en el que hacía todo un acto de confesión: “El referéndum sobre la OTAN probablemente fue bueno para España, pero no tanto para la democracia española. Aquel día, la poca inocencia que quedaba se desvaneció”. La distinción entre España y democracia española que hace Ramoneda es del todo esclarecedora, refleja palmariamente la renuncia a la crítica en pos del bien mayor, la admisión tácita de una razón de estado que puede estar por encima de la democracia; no hay reflexión más concisa que explique el signo de los tiempos que vivirá el mundo de la cultura con el poder socialista, que logrará por distintos métodos, ya sea pagando generosamente por los servicios prestados o amenazando sin reservas a los resistentes, el apoyo directo o indirecto de la inteligencia progresista surgida con la Transición.
La pregunta de partida sobre el porqué de la evolución conservadora de buena parte de los intelectuales de izquierda tiene, tras leer el libro de Morán, una respuesta tan simple como, también, cruel: la inexistencia de un enfrentamiento real contra el poder, o el inmediato aplastamiento de los intentos de oposición al mismo. En este sentido no se produjo el esperado enfrentamiento en el periodo socialista por razones de compra-venta de la inteligencia, baste citar al respecto la declaración del portavoz socialista Manuel Mas ante el tribunal de cuentas en 2010: “(el PSOE) se vio obligado a endeudarse para conseguir el “sí” en el referéndum atlantista” (citado en el libro de Moran).
El periodo franquista fue, por el contrario, el “Tiempo de silencio” que retrata el gran escritor Luis Martín Santos en su novela homónima, donde el miedo señoreaba toda labor intelectual: héroes de la época fueron, no obstante, aquellos que en España se atrevían a manifestar su disidencia arrostrando castigos y humillaciones, como el filósofo marxista Manuel Sacristán, o el propio Martín Santos (militante clandestino del partido socialista). Los límites de este artículo imposibilitan rendir el homenaje debido a unos intelectuales que con toda la fuerza de su talento y su cultura fueron capaces de retratar y pensar la indignidad en la que vivió todo un pueblo bajo la constante amenaza de la represalia implacable, o el ostracismo, en el mejor de los casos. El legado de estos dos autores, verdaderos “lobos esteparios en el erial franquista”, supone lo más precioso que puede regalarnos el intelectual: el precedente crítico, a partir del cual renovar el comienzo.
Sea este libro de Gregorio Morán un homenaje a su grandeza y un estímulo para que los nuevos intelectuales, surgidos ya en una época que no conoce el miedo atávico del franquismo, emprendan la tarea de una oposición crítica inaudita en la historia de nuestro país.