Lectura de El placer del texto
de Roland Barthes
Simón Royo Hernández
En las siguientes notas de lectura consigno lo que me ha parecido más relevante de un libro leído y disfrutado, así como unas breves digresiones, de ahí que no sea necesario ni indispensable el haber leído la obra para poder leer este pequeño opúsculo. No obstante es de suponer que quienes más podrán encontrar placer en estas líneas serán quienes hayan leído también a Barthes y puedan, por tanto, comparar nuestra lectura con la suya.
El escritor de hoy tiene la esquizoide situación de tener que ser sistemático y edificante, realizador de un texto de placer y al mismo tiempo de goce, constructor y destructor simultáneamente; es esa una perversión necesaria cuando nos mantenemos en un gozne que está fuera de quicio. Ese gozne no es otro que el de la lecto-escritura.
¿La lectura de El placer del texto de Barthes me ha proporcionado placer? ¿Me ha proporcionado goce o aburrimiento? Digamos que me ha proporcionado todas esas cosas. Leer a Barthes es placentero, en ocasiones gozoso, no llegaremos a la tesis paradójica de declarar que aburrirse también puede ser gozoso porque entonces el sentido de la juissance se difumina, ya que si todo es o puede ser gozoso, entonces, nada lo es. Limitemos el concepto a sus aspectos positivos y digamos que gozamos cuando nos alegramos y que el goce triste es más bien una patología. Y si bien en exceso es un trastorno en cierta dosis resulta de ello una suerte de masoquismo inapelable.
He leído el libro con placer y goce pero lo he terminado por oficio, ya que hubo un momento de cansancio, superado por voluntad, como cuando ya no interesa mucho una película pero se quiere ver cómo acaba. Lo he leído en francés y en castellano pues aunque disfruto la lengua de Molière no la conozco tanto como para que la comprensión de algunos pasajes en el idioma original no me fuese dificultosa. No me ha ocurrido que toda la lectura de esta obra haya sido placentera y gozosa. Pocas son las obras que he leído sin altibajos y me han resultado gozosas, Rayuela de Cortázar, La montaña mágica de Thomas Mann o La Regenta de Clarin, por dar tres ejemplos y, en filosofía, El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche o Tristes trópicos de Lévi-Strauss. Pero nada está garantizado, nada puede recomendarse, porque depende mucho no solamente de la obra y su autor sino del estado de ánimo del lector el que se lea con mayor o menor placer.
El que obtiene placer de los textos no teme a la soledad y más bien, la necesita. Una vida intelectualmente activa tiene todo un acervo cultural siempre de acompañante, y aunque también conlleva eso un riesgo de insociabilidad y ermitañismo, la cultura compartida siempre es mejor, si bien los pensamientos propios son, en su dimensión más profunda, absolutamente incomunicables. ¿Y qué hay de aquellos que nunca han tenido placer textual? Los que no leen están privados de un espacio de placer que han de rellenar con otras cosas, si bien, como indica el propio Barthes, vivimos en una cultura más bien frígida.
En el mundo neoliberal el goce se dirige adictivamente hacia un mismo consumo, de forma que, en lugar de disfrutar de una variedad de acciones y cosas se genera una tendencia hacia una única forma de placer, aun cuando no es incompatible el disfrutar de una multiplicidad de ellas. El capitalismo busca adictos al consumo conspicuo y en la masificación que promueve la cantidad merma la calidad y el goce resulta insatisfactorio. Un ejemplo: cuanta más cocacola se bebe más sed se tiene. El placer de la lectura está en declive, como todo, si se consume obsesivamente también puede ser adictivo, simple sublimación de unas carencias, de modo que también es recomendable el combinarlo con otros placeres. La vida no es solo sexo, tampoco puede ser solo los libros, cuanto más llena de placeres mejor será.
El autor del libro señala que la mitad de los franceses no leen un libro nunca, tampoco lo hacen la mitad de los españoles. Obviamente, como diría Epicuro, el placer de la lectura no entraría entre los indispensables para la supervivencia, pues nadie se muere por no leer. Pero excepto comer y beber, que pueden ser actos placenteros si bien a la par son necesarios, de casi todos los demás placeres pueden ser privados los humanos sin que perezcan, aunque padezcan por ello, lo puedan pasar mal y generar síntomas de malestar. No parece sin embargo que se sufra mucho por no leer como se sufre a causa de otras privaciones. Claro que hay que tener en cuenta que quien no conoce un espacio de goce no sufre de su privación. Los analfabetos de antes deseaban no tanto gozar del placer del texto cuanto las mejoras en las condiciones sociales que derivaban de una buena educación. Ese fenómeno está en declive debido a que hoy en día los letrados son en su mayoría bien pobres, y muchos multimillonarios son ufanamente cenutrios a más que analfabestias.
Yo encuentro placer, sí, en la mera lectura, también en la escritura. Satisfactorio además, desde el principio de este libro, ha sido poder comparar y corregir la traducción, por ejemplo, cuando Barthes, que todo el tiempo juega con metáforas eróticas, dice, literalmente, que es preciso ligarse al lector “(que je le « drague »)” es preciso “que me lo ligue” -afirma. Pero el traductor al castellano vierte: es preciso “que lo rastree”. Su elección supone una gran pérdida aunque no del todo desacertada. También resulta gozoso percibir cuando el traductor pretende ser más listo que el autor, y si bien el escritor pone “fantasmas”, el traductor se siente obligado a poner “ídolos”, ídolos del teatro, por estar hablándose de Francis Bacon: “Les systèmes idéologiques sont des fictions (des fantômes de théâtre, aurait dit Bacon)”. Gozamos en ese entonces de ser más listos que el autor y que el traductor. Nuestro goce no es solamente edificante sino también académico, no es solamente el del artista sino también el del erudito.
En este libro se cita bastante a Nietzsche y se le tiene bien presente, el autor se lo ha incorporado y lo regurgita. Como no hace filosofía sistemática, académica, es decir, no se dedica a la filología ni a la historiografía, no se complace en la crítica y no da la referencia, no aporta el título de la obra, la edición, la página, la fecha, no ofrece el contexto, simplemente goza de la edificación que está construyendo. Es por eso que no menciona a qué texto pertenece la cita que entrecomilla y que no es otro -con ello vuelvo a gozar de ser tan listo- sino el famoso opúsculo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Un texto escrito por Nietzsche en 1873 y nunca publicado -por algo sería- a lo largo de su vida. El autor le saca su jugo al mentado, lo exprime bien, las verdades son metáforas solidificadas, dice y nos recuerda, y añade de su cosecha: una de ellas es el estereotipo.
Y al hablar de Bataille el autor aporta valiosas indicaciones, también se lo ha trasegado bien. Pero en un momento dado una de las indicaciones me confunde. Se pasa todo el tiempo a lo largo del libro señalando con insistencia la separación entre placer y goce pero justamente en el momento de condenar la valentía, en ese momento, ¡será gallina Barthes!, los identifica: “Beaucoup trop d’héroïsme encore dans nos langages; dans les meilleurs —je pense à celui de Bataille —, éréthisme de certaines expressions et finalement une sorte d'héroïsme insidieux. Le plaisir du texte (la jouissance du texte) est au contraire comme un effacement brusque de la valeur guerrière, une desquamation passagère des ergots de l’écrivain, un arrêt du « coeur » (du courage)”. ¡No lo entiendo! ¿Ahora resulta que el placer y el goce son la misma cosa cuando todo el tiempo estaba diciendo que eran algo distinto? Algo se me escapa, no me encaja, este trozo no lo comprendo, no lo disfruto, me resulta frustrante, no me gusta y no estoy de acuerdo. ¿No se disfruta lo que no se comprende, lo que contraviene, lo que disgusta? De nuevo topamos con lo paradójico del goce triste. Y eso que Barthes no ha tenido miedo, como siempre lo tuvo Hobbes, al escribir lo que le estamos leyendo.
Sin embargo sí que entiendo y, además, comparto, ahora jubilosamente, la siguiente mención que hace de Bataille. Cuando se pone la risa de éste como ejemplo de subversión sutil. Reaprendemos con Barthes que mediante la risa batailliana se produce la superación de la dialéctica y, con ella, un más allá de la lógica de la destrucción, de esa destrucción del contrario que sigue presa del código binario entre lo cuestionado y lo que se cuestiona. Es muy meritorio hacer notar que ese filósofo tan especial supera la dialéctica de Hegel y además señalar con un ejemplo tal hallazgo. El ejemplo es meridiano y nos sugiere que no dejemos de ver que Bataille no contraviene el pudor con la libertad sexual, sino, en lugar de mediante su contrario, procede a subvertirlo con la risa. Confirmamos nosotros que es así. Desde luego que es así, nuestra propia experiencia nos lo indica también. Y será por eso que me reí tanto, tantísimo, cuando, hace ya bastantes años, leí ese capítulo de Madame Eduarda titulado, jocosamente: “Madame Eduarda le muerde la polla al enano”. ¡Pobre Toulouse-Lautrec! –es quien me imaginé como trasunto de la hilarante historieta.
Surge la pregunta sobre el tipo de lector que se es. Barthes ofrece una tipología psicoanalítica, toda ella patológica: el lector fetichista, histérico, obsesivo, paranoico, le faltan los graves, el lector maniaco y esquizoide. Seguramente en un momento u otro somos diferentes lectores y acabamos a la postre siendo todos ellos si es que no nos encasquillamos en uno.
También obtengo placer en dar la razón a una parte del texto y goce al quitársela a otra. Por ejemplo cuando habla de las ideologías. Pues es falso que no haya ideología en los dominados y que solamente exista ideología dominante mientras que es acertado que la lucha no puede reducirse a dos ideologías rivales sino que tiene que reposar sobre la subversión de toda ideología. Bien por Foucault, digo, por Barthes…. De ahí que el nihilismo positivo, anárquico, exija que el goce nunca se convierta en doctrina.
En este libro me complace comprobar que la intertextualidad no es plagio -como algunos listos han querido ver- sino un recuerdo circular, un habitar en el interior de un texto ilimitado y plagado de infinitos sentidos; sentidos inventados por una vida que, en sí misma, está desprovista de sentido. La existencia tiene siempre el sentido que le damos y no uno suyo que contuviese como una propiedad intrínseca. Me complace igualmente ver señalizado un principio anisótropo en esa corriente de pensamiento de la que el autor es emblemático, es decir, me complace que diga que el estructuralismo tiene que tener en cuenta que los textos o los mitos no son isótropos, no tienen la misma resistencia ni relevancia en todos sus puntos.
Me inquietan sin embargo las contradicciones y las paradojas. ¿Esa inquietud será goce? Inquietante que se diga que la novedad es condición de goce (con Freud) pero que igualmente se diga que también hay goce en la repetición (en los mantras, en la versificación formal de la poesía). Aunque no me cuesta tanto pensar aquí en la compatibilidad de dos goces contradictorios porque ambos habrán de ser alegres y mis perplejidades se centraron en el oxímoron del goce triste, al que llamé patológico. Cuando un texto es difícil se sufre leyéndolo, patología de la lectura con momentos de frustración que tiene una alta recompensa.
Al final, al leer El placer del texto de Roland Barthes se llega inmediatamente a la conclusión de que hay que desembarazarse del “viejo espectro” de la contradicción lógica, horadarlo a través del placer de leer unido al goce de vivir. Pero no resulta nada fácil librarse del fantasma de la contradicción. El placer y el goce se contradicen, como se contradice lo apolíneo y lo dionisíaco, como se contradice la lectura sistemática del académico y la lectura edificante del pensador. No en vano Nietzsche es el autor más presente en este ensayo de Barthes. El goce es dionisíaco y nos despedaza, luego es necesaria su contraparte apolínea so pena de quedar destruidos por no lograr cierto equilibrio. Lo que ocurre es que el equilibrio es una noción apolínea, científica, trata de la proporción y la mesura, luego no puede contenerse dentro de lo equilibrado aquello que remite a lo desmedido y desequilibrado por antonomasia. Barthes nos indica que entre placer y goce o bien hay una diferencia de grado o bien una escisión contradictoria que nos habita, quizá ambas cosas a la vez. Si es conmensurable, la diferencia será de grado, pero si es inconmensurable la escisión será insalvable. ¿Por qué tener que elegir una opción y no ambas a la vez? ¿Por qué el psicoanálisis escoge siempre la escisión y nunca la proporcionalidad? ¿Será una apuesta hedonista?
El semiólogo nos dice que la idea de que el placer es de derechas y el goce de izquierdas es una mitología que nos acecha, ¿la derecha conservadora escoge el placer mientras que la izquierda revolucionaria elige el goce? La forma de dirimir esa mitología es para el autor declarar que el asunto es atópico y, por tanto, no puede politizarse. No me convence su solución. Aunque el problema encaja con otro que plantea más adelante sobre la asimilación de las vanguardias y del arte. Parece imposible resistir a la mercantilización de todo lo existente cuando el mercado recupera todo aquello que se lanza en su contra para negarlo y destruirlo poniéndolo en circulación y logrando de ello una fecunda rentabilidad. Otra aporía inquietante y angustiante.
Y para terminar añade un magnífico final. Culmina el libro celebrando la actio de la retórica antigua entendida originalmente como escritura en voz alta. La escritura hecha carne se sostiene en el histrión y se conserva en el teatro y en el cine. Una hermosa imagen es la de escribir en voz alta. Si el Barthes que analizaba la fotografía distinguía entre imágenes con punctum con un algo especial que las distinguía de la banalidad de la imagen en general y las convertía en arte y las imágenes dignas de studium contenedoras de historias dignas de ser analizadas y también contrapuestas a la banalidad del automatismo virtual, tenemos en el caso del texto escrito un caso semejante dentro de la tragedia apolíneo-dionisíaca a la que nos aboca la lectura. A la vez, la actio, principio de animación, es una buena manera de reintroducir lo que hace de la literatura, en definitiva, una imposibilidad científica, esto es, la retórica del cuerpo, pues como nos recuerda este autor la escritura es un cuerpo, un tejido. Escritura corporalizada, teatralizada, semejante al cine, a los cuadros pictóricos en los que hay secuencia temporal, a la animación del cómic o de los dibujos animados. Lo que me lleva a mí a reformular al Mefistófeles de Goethe y finalizar para acabar por medio-copiar a Barthes.
En el origen de la escritura está la acción esterofonía de la carne.
Porque uno no solamente lee, no, sino que también escribe. Con todo ello se complace uno y goza, pero no solamente con eso. La lectura produce escritura, el deseo de escribir lo provoca el placer de leer.