Una breve introducción a Schopenhauer, Nietzsche, Unamuno y Zambrano
Alejandro Escudero Pérez (UNED)
1. Schopenhauer
1.1. El impulso metafísico del hombre
Kant había sostenido que la metafísica -un presunto conocimiento de lo suprasensible (Mundo, Alma, Dios)- era inviable (rechazando así, por ejemplo, lo que proponía Descartes); la metafísica no es un conocimiento válido racionalmente pues este debe moverse dentro de los límites de la experiencia sensible, dentro del mundo fenoménico. Kant, por lo tanto, llevó a cabo una profunda crítica de la metafísica tradicional (por ejemplo afirmando que no cabe ninguna prueba de la existencia de Dios o de la inmortalidad del alma). A la vez, sin embargo, Kant situaba en el hombre un profundo anhelo metafísico pues éste demanda respuestas omniabarcantes a sus preguntas, por eso, en último término, decía que Mundo, Alma y Dios son Ideas de la razón que aunque no sean propiamente objetos que existen en la realidad guían de todos modos -como faros en la niebla- el Progreso de la humanidad en el terreno del conocimiento y de la moral.
Schopenhauer parte de aquí. Comienza aceptando estas tesis kantianas aunque la asume en un contexto distinto. Por ejemplo, el rechazo de la existencia de Dios -es decir, la constatación de la insuficiencia de las pruebas o demostraciones que tradicionalmente se habían dado en la “teología racional”- afecta, según su planteamiento, al conjunto de la fe religiosa, hasta el punto de que Schopenhauer defiende un completo ateísmo (Kant nunca había llegado tan lejos, dejando un pequeño sitio a la fe).
En general Schopenhauer -partiendo de Kant- propuso una metafísica renovada en la que la “razón” termina pasando a ser algo secundario o subordinado. La metafísica de este autor, como se irá viendo en el conjunto de la exposición, es una Metafísica de la Voluntad. Pero, ¿por qué Schopenhauer, a pesar de aceptar la crítica kantiana, sigue proponiendo una “metafísica”? La respuesta que ofrece es la siguiente: respecto al ser humano la metafísica es de algún modo necesaria según tres coordenadas: a) hay una necesidad teórica satisfecha gracias al conocimiento del mundo (estamos aquí en el nivel de la “representación”); b) hay una necesidad moral en tanto los hombres necesitan algún tipo de orientación para sus conductas (es la tarea de la ética, de lo que Kant llamaba “razón práctica”); c) por último, pero de un modo aún más fundamental, los hombres necesitan de la metafísica una ayuda y una guía para conseguir lo más difícil y lo más urgente: liberarse de lo negativo de la vida (el dolor, el sufrimiento, el asedio perpetuo del mal, la fealdad, la falsedad; es por esto que la filosofía tiene que “sustituir” a la religión pues esta es propiamente incapaz de satisfacer las necesidades metafísicas de los seres humanos).
Respecto a la filosofía y la religión Schopenhauer comienza destacando que ambas tienen un origen común: la “admiración” -o el “asombro”- ante el hecho (sorprendente y misterioso) de la existencia del mundo y el hombre (¿es necesario o es contingente? ¿por qué hay algo en vez de nada?). ¿Por qué la vida humana en el mundo suscita sorpresa y estupor y reclama algún tipo de “explicación” que dé razón de este hecho innegable? Porque, subraya Schopenhauer, se trata de un hecho esencialmente “negativo” (nos encontramos aquí ante el radical “pesimismo” de este autor). La vida en el mundo es enteramente “miserable”: está marcada por el dolor, la enfermedad, la frustración, el desengaño y la desilusión, la maldad y la muerte, la ignorancia y la fealdad, etc. La meta que se dibuja ante este aciago y siniestro panorama es aplacar o contrarrestar todos los componentes negativos indisociables de la existencia mundana (liberarse del dolor, la angustia, el miedo, la ignorancia, etc.).
A partir de ese origen común y de que tratan en el fondo de satisfacer una meta semejante la filosofía y la religión se separan completamente: caminan en direcciones opuestas, siguen rutas contradictorias e incompatibles. ¿En qué se distinguen? A juicio de Schopenhauer la religión ofrece una salvación o una liberación indigna de la existencia humana: se trata de una vía de escape infantil, un salida ilusoria que tiene el estatuto de los cuentos de hadas (por ejemplo cuando se le promete a los hombres un paraíso en el que serán absolutamente felices “en otra vida”; no hay nada más que una vida: la que tiene lugar en este terrible mundo, insiste este filósofo alemán, a lo que añade: ¡y pobre del que se consuele con historietas tranquilizadoras que nos toman por ingenuos o algo peor!). En cambio, la filosofía, pretende orientarnos en la satisfacción, en lo posible pues esta no puede ser garantizada por arte de magia, de los tres anhelos “metafísicos” del hombre anteriormente señalados, pero siempre manteniéndose en el terreno de la “verdad”, sin prometer arbitrariamente algo irreal que solo genera, al final, una mayor frustración y un más profundo desasosiego (las “mentiras” de la religión no consuelan, solo “anestesian”, por lo que la religión es en el fondo “el opio del pueblo”).
1.2. El mundo entre la Voluntad y la Representación
La metafísica de Schopenhauer -su propuesta filosófica- se articula en torno a dos conceptos: Representación y Voluntad. Veamos a continuación su significado.
El Mundo de la Representación define el territorio del conocimiento, el campo propio y exclusivo de la ciencia, de lo que puede ser científicamente explicado (por ejemplo a través de experimentos, etc.). En la ciencia el sujeto (humano) conoce objetos ubicándolos en el espacio y en el tiempo y estableciendo entre ellos una serie de relaciones causales que es los casos óptimos son formulables matemáticamente. ¿Cómo conoce objetos el sujeto de la ciencia? La respuesta de Schopenhauer es aquí parecida a la ofrecida por Kant: el Sujeto humano “objetiva” los objetos que conoce científicamente a partir de una síntesis de sus “representaciones”, es decir, de las formas a priori radicadas en sus facultades (espacio y tiempo en la sensibilidad, la categoría de causa y efecto en el entendimiento). La ciencia es, además, un conocimiento racional del mundo en tanto este se aparece -a la luz de lo que sobre él proyecta el sujeto cognoscente- como una totalidad ordenada, regular, previsible, calculable (esto es, un sistema científicamente dominable, y técnicamente controlable). La concepción de la “naturaleza” -o del conjunto de lo que puede ser conocido- de Schopenhauer es, por lo tanto, “mecanicista”, o, también, “determinista”: todos los objetos están incluidos o insertados en una férrea cadena de causas y efectos. Sin embargo, y este es un matiz importante, el Mundo del conocimiento (el “mundo como representación”), en tanto tiene su límite en lo empírico (en la experiencia sensible), es un mundo “superficial”. Aunque la ciencia alcanza verdades ciertas y demostradas -por ejemplo, cuando predice sucesos futuros gracias a disponer de leyes causales- sin embargo no toca o no roza la verdad última y definitiva. ¿Cuál es, entonces, el radical “mundo verdadero” (el mundo más básico y profundo, el mundo esencial)? Para decir algo sobre él tenemos que fijarnos en el significado del concepto de “Voluntad”.
El Mundo Verdadero -la realidad básica, profunda, fundamental, originaria, primordial- escapa a la ciencia y al juego de sus representaciones (sintetizadas por el sujeto cognoscente). Es un Mundo a la vez anterior y superior al campo de la representación: al universo de lo científicamente cognoscible, de lo que puede ser explicables estableciendo una cadena de causas y de efectos. Es el mundo oculto y escondido de la Voluntad: el mundo que tiene en la Voluntad su principio y su origen. ¿Cómo se llega a esta conclusión si habitualmente vivimos en el mundo superficial de la representación en el que captamos un fenómeno como causa o como efecto de otro fenómeno? ¿Cómo se prueba una tesis así (“el mundo es voluntad”)? ¿Cómo se “sabe” algo de ese recóndito “mundo de la voluntad” si es inalcanzable desde el conocimiento? La Voluntad -como principio y origen del mundo verdadero o de la realidad originaria- es directa e inmediatamente experimentada por cada uno de nosotros en nuestro cuerpo, el cual, en este nivel básico, es un manojo caótico de impulsos y de instintos, un conjunto de apetitos e inclinaciones, una trama fluida de emociones, afectos, pasiones y sentimientos.
Si el mundo de la representación es un mundo “racional” (ordenado, regular, uniforme, previsible, etc.) el Mundo de la Voluntad es -en tanto se manifiesta primordialmente en las pasiones e instintos- “irracional” (caótico, convulso, tenso, imprevisible). Recapitulando podemos decir que ya hemos dado con dos de los rasgos principales de la filosofía de Schopenhauer: el pesimismo (pues la vida es dolor, aflicción, malestar) y el irracionalismo (pues el mundo verdadero está gobernado por la pura Voluntad, una voluntad que no quiere o no busca, en el fondo, nada distinto a sí misma y que no se atiene a “razones” en su afán de alcanzarse una y otra vez, incesantemente).
1.3. La vertiente moral de la metafísica
El Mundo -en su esencia, en su realidad fundamental- es Voluntad. Por ello la metafísica -en tanto acceso a lo “suprasensible” (a lo que escapa a la representación: al conocimiento racional)- se desenvuelve preferentemente en el terreno de la moral: en el campo de las conductas y las acciones de los seres humanos (es aquí donde el hombre tiene su más profunda realidad: en la “esfera práctica” en la que unos seres humanos se relacionan con otros de muchas maneras y se conducen animados por fines, normas y motivos).
Tradicionalmente se ha afirmado que la propiedad esencial de la Voluntad es la Libertad. Schopenhauer está de acuerdo con esto, pero sólo en un sentido “negativo”: en efecto la Voluntad es “libre”, pero solo lo es en la medida en que es ajena a las leyes de causalidad que definen el mundo fenoménico (el nivel de la representación y del conocimiento). La Voluntad, por un lado, por lo tanto, escapa a la “necesidad natural”, al “determinismo físico”: es una zona de excepción al orden racional de las causas y los efectos empíricamente comprobables. Pero por otro lado, y esto es lo principal, la Voluntad es un impulso ciego, es una fuerza implacable; una apetito voraz e insaciable que en el fondo nunca se aquieta definitivamente: nunca se conforma con las metas alcanzadas. La Voluntad, en su esencia más pura, quiere siempre más y más, y lo quiere todo; sin descanso, sin tregua, caiga quien caiga.
En el hombre la Voluntad -la esencia última del mundo- se manifiesta de dos maneras estrechamente enlazadas: a) es un “querer vivir” (un incondicional aferrarse a la vida temeroso de la muerte, un arraigado instinto de supervivencia); b) define un extremo “egoísmo”. El yo individual -movido por la Voluntad que habita en él y en él se expresa- lo quiere todo aquí y ahora, sin admitir de buena gana cualquier dilación o postergación de su apetito. Además, nunca tiene suficiente: cualquier meta alcanzada, cualquier logro conseguido enseguida le sabe a poco. ¿Por qué ocurre esto? Porque la Voluntad es una aspiración indefinida e indeterminada, es la ausencia de una meta concreta: no hay, para la Voluntad, por lo tanto, un fin último al que tienda o persiga. La Voluntad es, pues, ajena a cualquier clase de “teleología racional”: es decir, rechaza de antemano dar por definitivamente bueno y satisfactorio algún fin determinado, alguna meta parcial (siempre juega al juego de “o todo o nada”). En definitiva: la Voluntad no se atiene a motivos o razones que estén más allá de sí misma (es, por decirlo paradójicamente, una pura “voluntad de voluntad”, un “querer el querer”). Es “irracional”.
Esta irracionalidad de la Voluntad en el nivel de la vida humana tiene principalmente dos consecuencias: 1) el egoísmo impone una continua lucha de unos individuos con otros, conduciendo a un conflicto incesante por cualquier cosa, por nimia y vulgar que sea; 2) el impulso de quererlo todo instantáneamente choca una y otra vez contra la “cruda realidad” y ocasiona a los seres humanos -que continuamente se dan de cabezazos contra un muro- un permanente sufrimiento, un padecimiento continuo, una ausencia de sosiego, un constante sentimiento de malestar, una insatisfacción profunda.
¿Cuál es la “solución”, si hubiera alguna, ante este panorama pintado con unos tintes tan radicalmente “pesimistas”? Subraya Schopenhauer que no hay una solución completa y definitiva. Solo apaños y componendas. El remedio es frágil, precario, inestable, parcial (pues el impulso de la Voluntad es férreo, insistente, implacable). ¿Qué nos libera provisionalmente del dolor de la vida o del drama de la existencia? Nada menos que el “ascetismo” (una forma de recogimiento, de renuncia al mundo); pero este es el tema del apartado siguiente.
1.4. La liberación como meta
Define Schopenhauer la filosofía como un “conocimiento” sistemático de la esencia del mundo. Este peculiar y especial conocimiento se apoya en la intuición de la propia vida y sus experiencias y se desarrolla a partir de la explicitación de lo intuido en conceptos y argumentos. En su propuesta filosófica distingue, como hemos visto ya, dos niveles: el nivel superficial de la Representación (la ciencia y las leyes causales del mundo fenoménico) y el nivel profundo de la Voluntad (la raíz última de todo, su fundamento “suprasensible”, su fondo oscuro, el reverso tenebroso de la luz de la representación).
Pero además de poner de relieve la esencia del mundo la filosofía está destinada a indicar cuál es -si es que la encuentra- la vía propia de la “liberación” (eso que engañosamente, en tanto la sitúan en “otro mundo”, muchas religiones llaman “salvación”). ¿Qué libera a la vida mundana de sus profundos y pesados males? El ascetismo. ¿En qué consiste el ascetismo? En “negar la voluntad”, en suspender -aunque solo se de modo provisional y parcial- su impulso o su empuje. El titánico esfuerzo se concentra, por lo tanto, en “dejar de querer algo” y así, en despegarse paulatinamente de lo mundano. La filosofía señala que este ascetismo de la vida se realiza o se concreta según dos vías: la vía moral y la vía estética (o artística).
El ascetismo, en la esfera práctica, en el terreno moral, negando la fuerza de la Voluntad, consigue aplacar los impulsos egoístas y permite que emerjan tímidamente el amor al prójimo, la compasión, la piedad, la simpatía. El ascetismo se concreta aquí, por lo tanto, en una moral altruista que abre un precario sitio a la solidaridad frenando provisionalmente los instintos egoístas de los individuos que solo miran por su propio interés y la satisfacción exclusiva de sus apetitos.
La otra vía de liberación del sufrimiento de la vida mundana, el otro cauce del ascetismo en tanto negación del supremo poder de la Voluntad, está en la contemplación estética: en el territorio del arte. ¿Por qué? Porque el contacto con las obras de arte solo es posible cuando es “desinteresado”: cuando se suspenden los propósitos y afanes propios de la vida cotidiana. La obra de arte, cuando está lograda, nos transporta, sin salirse sin embargo del mundo fenoménico (pues el arte se plasma en la piedra, en el lienzo, en el sonido, en el escenario de un teatro, etc.), “a otro mundo” (un mundo “esencial y eterno” captado -intuido- por el genio del artista y plasmado en obras de arte). El arte, sostiene Schopenhauer, aplaca o calma la “fiera” que somos habitualmente en tanto estamos poseídos por la Voluntad. De todas las distintas artes Schopenhauer defiende la primacía, como arte supremo, a la música; la pintura o la escultura, afirma, alcanzan la belleza, pero solo la música consigue exponer lo sublime (lo absoluto e infinito está, así, en una sinfonía de Beethoven o en una ópera de Wagner).
En conclusión, Schopenhauer desarrolló una propuesta filosófica que tiene su centro de gravedad en una Metafísica de la Voluntad de corte pesimista e irracionalista; una filosofía que localiza como única vía de escape y liberación el logro de una vida ascética que da paso a una moral altruista y que se consuela especialmente con el arte musical.
2. Nietzsche
2.1. El nihilismo
Nietzsche ha llevado a cabo en sus escritos un diagnóstico del mundo actual orientado a encontrar una posible terapia en la que consiga, tal vez, sanar de sus males. Augura Nietzsche que en el periodo que le tocó vivir -la segunda mitad del siglo XIX- comenzaba a fraguar discretamente, con lentitud, pero de un modo inexorable, una profunda crisis que iba a marcar decisivamente el futuro de la era moderna del mundo. En sus textos, por lo tanto, trató de detectar una serie de síntomas en los que la cultura de occidente expresa sus subterráneos desajustes y sus grietas internas. ¿A qué fórmulas acude para denominar a esta crisis radical? A estas: “muerte de Dios” y “nihilismo”. Veamos con brevedad su significado.
Nietzsche, como un profeta, anuncia -entre el júbilo y la consternación, pues se trata de un suceso “grave”, lleno de consecuencias- la “muerte de Dios”. Inicialmente alude a la pérdida paulatina en la fe en el Dios del cristianismo (el cual ha troquelado vetas profundas del mundo de occidente). Pero de un modo más básico que “Dios” muera indica la pérdida para el mundo de lo que operaba como su Fundamento (eso que lo atraviesa y lo sostiene, un suelo eterno, un cimiento absoluto, firme, universal y necesario). Tradicionalmente el Fundamento concentraba y reunía en él la Verdad, el Bien y la Belleza, es decir, los Valores Supremos de una cultura. Si Dios muere -si el Fundamento se derrumba- deja de existir, de repente, el faro que orientaba la navegación en la que estamos embarcados: el conjunto de la cultura -su ciencia, su arte, su política, etc.- se queda sin puntos cardinales que guíen su rumbo. Con el ocaso del Fundamento la cultura se desorienta: pierde el Norte, y, así, viaja a la deriva. De un plumazo, con este crucial acontecimiento, se esfuma la autoridad desde la que se articulaba y se explicaba el entero orden del mundo.
El término “nihilismo”, por su parte, pretende retratar “lo que queda” en el mismo instante en el que ha muerto “Dios” (cuando se ha disuelto el Fundamento del mundo como el azúcar en el café y “todo lo sólido se desvanece en el aire”). Cuando el nihilismo irrumpe se da, en el conjunto de la cultura. un paso -a la vez repentino y largamente madurado- del Todo (el reino platónico de las Ideas o Esencias, el Dios inmutable y omnipotente del cristianismo, etc.) a la “nada” (“nihil”). Con la llegada y la implantación en el corazón del mundo moderno del nihilismo empiezan a irradiar por doquier los efectos devastadores de la ausencia de un Fundamento trascendente. Dice Nietzsche metafóricamente: con el nihilismo “el desierto crece”; la vida decae por falta de aliento y estímulo, los pozos de los que se saca el agua con el que se riega el árbol del saber -del arte, de la ciencia, de la política- se secan y todo se va deteriorando, destruyendo, descomponiendo, marchitando.
La muerte de Dios o el nihilismo son, por lo tanto, la constatación que Nietzsche realiza de la ausencia de un Fundamento trascendente: no hay ya un Ente supremo que todo lo ordene y que todo lo explique, un ente desde el que infaliblemente se defina qué es verdadero, bueno y bello, no hay una instancia de la que emane una ley eterna inapelable. Desaparecen así las grandes metas y los ideales sublimes. Pero, ¿se puede vivir sin algún propósito, sin algún sentido, sin orientación, sin meta? Esta es la difícil pregunta ante la que nos enfrentan ambos fenómenos históricos.
El nihilismo, examinado con un poco más de detalle, encierra tres vertientes o incluye tres aspectos o fases: una puramente negativa, otra positiva, otra propositiva o transformadora. Veámoslas.
En su vertiente negativa el nihilismo implica caer en la cuenta con estupor que hemos sufrido un engaño grandioso: lo que tradicionalmente decía ser el Fundamento de todas las cosas -por ejemplo Dios- era poco más que una ilusión y una mentira. Esta decepción desorienta a la vida cultural que viaja entonces a la deriva, sin rumbo alguno.
En su vertiente positiva el nihilismo es una enorme oportunidad: en esta radical crisis el ser humano se libera por fin de la creencia en un falso ídolo (“Dios” o cualquiera de sus sucedáneos) y puede intentar ejercer su creatividad cultural sin tutelas ni coartadas, creando unos valores -científicos, morales, políticos, artísticos- que estimulen y favorezcan la vitalidad en vez de reprimirla, encorsetarla, aplastarla.
La tercera vertiente del nihilismo remite al carácter reformador o transformador que incluye este proceso histórico en el que está sumido el occidente moderno. Nietzsche considera que sería un error permanecer sin más en el puro nihilismo (en el que “todo vale” porque “nada vale nada” -parece que nada merece la pena, que todo es intercambiable, que los valores son indiferentes, que la decadencia es inevitable y que hay que resignarse a la destrucción del mundo, etc.). La oportunidad que se ha abierto con la “muerte de Dios” tiene que aprovecharse efectivamente, de un modo valiente y decidido. Pero esto requiere que el nihilismo sea superado. ¿Cómo? Este es el grave problema al que se enfrenta la modernidad occidental afectada por una crisis profunda que socava sus propias premisas. ¿Cómo crear algo valioso sin tener que abrazar el dogma de un Dios único (de una única perspectiva válida, de un único mundo verdadero fijado de una vez por todas y para siempre, etc.)? Esta es la dificultad que a la vez nos paraliza y nos espolea.
2.2. La crítica de la cultura de Occidente
La filosofía de Nietzsche culmina con un proyecto de renovación cultural de signo vitalista: el centro de gravedad de un mundo de cultura tiene que estar, subraya el autor, en la vida mundana, siendo el criterio desde el que enjuiciar un sistema de valores evaluar en qué grado y medida éste potencia e intensifica la vitalidad de la vida o contribuye a su debilitamiento y pérdida de vigor creativo (la vida humana se desarrolla siempre en el seno de una cultura, es decir, nutriéndose de un concreto sistema de valores, y éstos pueden tanto engrandecerla como deprimirla, desvitalizarla). La filosofía de Nietzsche se orienta así hacia la meta de una “transvaloración” de los valores, es decir, la propuesta de una nueva “tabla de valores” en la que éstos se criben con el rasero de la vitalidad: será verdadero, bueno y bello todo lo que fortalezca y expanda la vida terrenal (el cuerpo y sus impulsos, sus pasiones, sus placeres, etc.). Resumiendo: Nietzsche emprende una crítica de la cultura de occidente orientada hacia una reforma en la que ésta resulte mejorada y perfeccionada desde la óptica de los valores vitales.
El proyecto nietzscheano de renovación del sistema de valores de la cultura occidental -de la verdad, el bien y la belleza- parte de un diagnóstico preciso: en el seno del mundo moderno, definiendo su interna crisis, se está implantando paulatinamente un nihilismo que, en un primer momento al menos, tiene solo un carácter destructivo y aniquilador (“si Dios ha muerto entonces vale todo, o sea, ya nada vale nada, y no importa por ello que todo sea pulverizado y reducido a cenizas”). Ante este fenómeno histórico -la llegada y la implantación del nihilismo en una cultura- Nietzsche pregunta: ¿es un suceso casual u obedece a algo que lo ha suscitado? ¿cuál es su origen si lo hubiera? ¿es este origen próximo o remoto? Para responder a estas cuestiones aplica un “método genealógico”: se trata, para empezar, de rastrear en el pasado cuál es el origen del nihilismo.
Indagando en el origen remoto del nihilismo que hoy día atenaza a la modernidad occidental -conduciéndola hacia el abismo de la autodestrucción- se topa Nietzsche con una peculiar paradoja: el nihilismo (“nada vale nada”) ha surgido de lo que es aparentemente su contrario. El nihilismo anida secretamente en la tesis de que hay una serie de Valores Supremos: la Verdad, el Bien y la Belleza absolutas (unos valores fijos, eternos, definitivos, definidos de una vez por todas). Es decir: el nihilismo está camuflado y latente en la tesis -configuradora de todo un mundo de cultura (una ciencia, una moral, un arte)- de que todas las cosas remiten a un único Fundamento trascendente, inamovible. El momento nihilista en el que, con la “muerte de Dios”, los Valores Supremos pierden de repente su antiguo valor y se disuelven en la nada está por lo tanto implícito precisamente en el postulado de que hay una única Verdad, Bien y Belleza ubicadas en un reino ideal, puro, suprasensible, anterior y superior a “este mundo” (inferior, menor, secundario, subordinado, lugar de la falsedad, la maldad y la fealdad).
¿Cuál es el origen remoto -dentro de occidente- del nihilismo que se extiende en la actualidad por todas partes (afectando a la ciencia, al arte, a la religión, a la moral, a la política)? Nietzsche lo encuentra en la cuna misma de nuestra civilización: en el mundo griego. La indagación genealógica concluye que el nihilismo habita la entraña misma de la metafísica de Platón (heredada después por el cristianismo medieval y secularizada a continuación por la era moderna del mundo). Platón sostuvo dos dualismos jerárquicos: a) la realidad está dividida en dos partes, una superior -el reino ideal de esencias eternas, necesarias, universales, idénticas y permanentes- y otra inferior -el mundo sensible, poblado por efímeras y evanescentes apariencias-; b) en el ser humano hay, también, dos mitades: un alma inmortal perteneciente al Mundo Suprasensible -la auténtica realidad donde habita la razón y con ella el Bien, la Belleza y la Verdad-, y, por debajo, un pobre y desdichado cuerpo mortal concebido como una rastrera cárcel de la angélica pureza del alma. Este dualismo metafísico -que separa todo en dos y sitúa una parte encima y otra debajo- no es solo una abstracta teoría filosófica, es algo más que eso: es la matriz desde la que se ha organizado, elaborado y desplegado todo un mundo de cultura, todo un específico sistema de valores que ha alimentado un concreto tipo de vida humana (esa que, por ejemplo, anhela una “vida mejor” en “otro mundo” y que, por ello, rechaza y reprime los impulsos y las pasiones del cuerpo porque odia todo lo relacionado con el “mundo sensible”).
Siguiendo la indagación genealógica pregunta Nietzsche: ¿cuál es la raíz de la metafísica platónica (decisiva en el troquelado de la civilización de occidente a través de su vulgarización por parte del cristianismo)? Un profundo temor a la vida terrenal y, como reacción del resentimiento contra ella, un enorme desprecio de todo lo mundano; es esto lo que conduce inexorablemente a “fantasear” con una realidad “perfecta y mejor” en términos absolutos, una realidad que tiene que estar “por encima de este mundo” (bajo, inferior, deplorable). Desde esta peculiar forma “metafísica” de organizarse culturalmente la vida -a través de un arte, una religión, una ciencia, una moral, etc.- todo lo relacionado con el mundo sensible (por ejemplo, el cuerpo y sus emociones, etc.) es declarado falso, malo y feo: los Valores Supremos están en un Mundo ideal, un Mundo trascendente, un Mundo abstracto. Por su parte, siguiendo esta forma de cultura, los seres humanos están obligados a aspirar a esa realidad intangible superior aún a costa de despreciar y vilipendiar sus energías vitales: todo debe sacrificarse para aproximarse a ese Mundo Verdadero.
Es así, en este punto concreto, donde anida el nihilismo latente e implícito en esta concepción metafísica del mundo y de la vida: un nihilismo que irrumpe y se expande cuando el postulado de un Fundamento absoluto sobre el que se sostiene un único orden racional del mundo ya no da más de sí y, por puro agotamiento, deja de ser creído y aceptado (¿puede el hombre creer indefinidamente que debe estar subordinado a un Dios todopoderoso? Se pregunta Nietzsche, ¿no llega un momento en que despierta de esa ingenuidad infantil?).
Un destacado ejemplo del complejo proceso por el cual el absolutismo se convierte en relativismo -y el postulado de un fundamento único de un mundo verdadero desemboca en la destrucción nihilista de todo- lo encuentra Nietzsche en el terreno de la moral. La moral única de la metafísica platónico-cristiana es una moral que convierte a los seres humanos -a través de inculcarles en su educación el temor al pecado y el sentimiento de culpa- en dóciles corderos de un rebaño uniforme dominado por un astuto pastor que se aprovecha de sus fieles (incumpliendo sistemáticamente todos los deberes que impone a sus adocenados esclavos). En esta moral tradicional -la predominante en occidente en razón de su raíz platónica y cristiana- el “bien ético” se sustenta en una constante represión de todo lo vital, lo sensual, lo placentero, lo gozoso y alegre; esta represión se extrema y agudiza hasta que la vida se harta de este empobrecedor corsé y cae en la cuenta de que los Valores Supremos de la moral del rebaño en la que le han domesticado no valen propiamente nada. Llega así el inicial desconcierto nihilista (pues el relativismo moral razona así: “puesto que ya no valen los viejos valores tampoco ya nada vale nada”). ¿Qué se precisa en este difícil momento en el que el nihilismo expande su poder aniquilador? Nietzsche afirma que se necesita otra moral, una moral esta vez enraizada en los valores vitales desde los que volver a definir el bien y el mal; desde esta moral reformada será bueno lo que intensifique las energías vitales, lo que potencie el vigor de la vida, lo que estimule sus impulsos ascendentes y encauce su expansión creativa.
2.3. De Grecia a la modernidad: una trayectoria descendente
En su genealogía del nihilismo contemporáneo efectuó Nietzsche un largo viaje de ida y vuelta hacia Grecia, entendida como el lugar de nacimiento de la cultura occidental. Pero hasta ahora el balance de este recorrido es solo negativo: en él ha localizado la raíz última del nihilismo en el absolutismo dogmático de la metafísica platónica del fundamento; en el dualismo jerárquico platónico -asumido después por el cristianismo, etc.- latía escondido su reverso tenebroso: el nihilismo de la muerte de Dios.
Con Platón cuajó el “racionalismo” occidental, es decir, un concepto unilateral y rígido de “razón” que artificiosamente se opone a los instintos del cuerpo, a las emociones, las pasiones, los placeres, en definitiva: una pobre idea de razón que desprecia y detesta todo lo perteneciente al “mundo sensible”. Desde Platón se considera invariablemente -también en la Ilustración del siglo XVIII con Kant- que la pura Razón solo habita en un Mundo Suprasensible, en un reino ideal y perfecto, sede eterna de los Valores Supremos (la Verdad, el Bien y la Belleza consideradas en su universal necesidad).
Pero, continúa Nietzsche, Grecia es mucho más que Platón y sus profundos efectos en la cultura de occidente. Por eso entiende que una parte significativa de la terapia con la que curar la grave enfermedad de la metafísica nihilista puede localizarse hurgando precisamente en la Grecia preplatónica. La tarea, entonces, se concentra ahora en fijarse en el mundo griego anterior a la decadencia socrático-platónica y aprender de este nuevo viaje algo positivo que se pueda aplicar en la era actual.
¿Qué cabe encontrar en el mundo griego (por ejemplo, en su arte o en su política, etc.)? Principalmente, subraya Nietzsche, un vitalismo trágico. En su vida y en sus obras culturales en esta etapa del mundo griego se afirmaba la vida en su radiante esplendor a pesar de que esta incluye, indudablemente, el dolor, el sufrimiento, la desdicha, la muerte. Fijándonos en cómo vivían y qué hacían en este singular y prodigioso periodo de nuestra historia, tal vez, conjetura Nietzsche, encontremos pistas o indicios con los que dar con nuestro propio camino, entendiendo que en efecto se pueden recuperar de un modo fecundo los valores vitales reprimidos con saña por la metafísica platónica.
En concreto este periodo nos enseña que el “racionalismo” platónico es exagerado y unilateral. Es un error grave cargado de penosas consecuencias. ¿Por qué hay que contraponer tajante y drásticamente lo racional y lo pasional? El reto está en recuperar sus vínculos recíprocos, en reestablecer su equilibrio negando que uno tenga que imponerse a costa del otro. Y precisamente los griegos -en su arte, su ciencia, su política, su moral, su culto religioso- consiguieron dar con el punto exacto de equilibrio entre lo apolíneo racional y lo dionisiaco pasional, logrando así obras de cultura que aún hoy nos resultan admirables y conmovedoras.
No se trata, de todos modos, simplemente de “copiar” o “reproducir” mecánicamente lo que desde su vitalismo trágico consiguieron crear los griegos. Su mundo es, en un sentido radical, “irrecuperable”. Pero sí se puede aprender algo significativo de los mejores logros de ese mundo de cultura. ¿Qué, por ejemplo? Se puede aprender, insiste Nietzsche, a aceptar la vida terrenal afirmándola alegre y gozosamente de tal manera que resulte impulsada su fuerza y encauzada su energía creativa.
2.4. La razón, el conocimiento y la verdad
Nietzsche llevó a cabo una profunda crítica del “racionalismo occidental” en tanto se sustenta en una pura “fe en la Razón” de carácter ilusorio y fantasioso. Este “racionalismo” nace con Platón pero desde este núcleo irradiante se expande por todos los rincones de la civilización de occidente; cabe citar, a título de ejemplo, a autores modernos como Descartes, Kant o Hegel: todos ellos, en la estela del platonismo y del cristianismo, creen que el progreso de la Razón es idéntico al progreso de la Historia Universal, al término del cual lo real será por fin enteramente racional, y así, toda falsedad, maldad y fealdad serán desterradas para siempre una vez se impongan definitiva y completamente los Supremos Valores de la Verdad, el Bien y la Belleza.
Pero, afirma Nietzsche, esta ingenua fe en la Razón está alentada por un optimismo injustificado. Vayamos con el ejemplo del conocimiento de la verdad para comprobar los estragos del racionalismo predominante en occidente. La fe en la Razón induce la creencia exagerada de que todo es completa y exhaustivamente cognoscible: todo puede ser perfectamente explicado, calculado, previsto, controlado (por ejemplo, introduciéndolo en una cadena determinista de causas y efectos). ¿Por qué se supone algo así respecto al conocimiento y su búsqueda de la verdad? Porque -eso se cree- hay un Orden fijo e inmutable en el mundo y la Razón -a través del conocimiento conceptual del reino ideal de las esencias- puede reflejar sin distorsión alguna, como en un pulido espejo, el conjunto estable de sus leyes eternas. Pero esta convicción en la absoluta “racionalidad” del conocimiento del mundo es, como se ha señalado, exagerada. El mundo puede ser conocido parcialmente, sin duda, pero es también siempre un enigma y un misterio. Y no hay ningún fundamento -sea la Idea platónica, el Dios cristiano o el Sujeto kantiano- que asegure de antemano -por mucha fe que se ponga en creer algo así- que todo es absolutamente inteligible y perfectamente cognoscible (con el desarrollo del conocimiento lo que va cambiando son los límites entre lo que sabemos y lo que ignoramos, pero nada garantiza que alguna vez pueda alcanzarse una sistemática “teoría del todo”).
En definitiva, Nietzsche sostiene que la desmesura del racionalismo alentada por Platón ha fracasado tanto en la ciencia, como en la moral o el arte. La irrupción del nihilismo -el fenómeno histórico que define nuestro mundo en crisis- es una prueba palpable de este fracaso. ¿Por qué ha fracasado esta Razón y la fe en la que se asienta? Porque ha tratado de imponer a toda costa unos ideales excesivos que cuando se revelan inalcanzables conducen a un nihilismo del que, a pesar de que no sea una situación enteramente deseable, se puede extraer una lección positiva: una vez se pierde la fe en esta Razón ilusoriamente idealizada, una vez se constata en medio del nihilismo que “el sueño de la Razón produce monstruos”, surge el reto de buscar una idea de razón más moderada y prudente y menos engreída y fanfarrona.
Una vertiente de la renovación del concepto de “razón” por parte de Nietzsche -una vez asumido a partir de la irrupción del nihilismo que ésta no remite a un Fundamento ni habita en un ideal Mundo Verdadero- pasa por proponer una teoría del conocimiento y, con ella, una nueva definición de la verdad. Solo así la endiosada “razón” bajará del Cielo etéreo de las puras Ideas y se mezclará por fin con el barro de la vida terrenal.
En su propuesta Nietzsche se acerca y, a la vez, se aleja de lo expuesto por Kant. Acepta de éste que el conocimiento no es un puro reflejo en un espejo de una realidad absoluta definida de antemano: el conocimiento de la verdad de los fenómenos es un “producto humano”. Pero lo que Nietzsche rechaza es la tesis kantiana de que el conocimiento es la creación de un puro y ahistórico Sujeto racional. En la “producción humana del conocimiento” -en general en cualquier creación de valores en los que cuaja y cristaliza un mundo cultural concreto- intervienen tanto factores “racionales” -por ejemplo, los “conceptos”- como elementos sensoriales y pasionales. El conocimiento, por lo tanto, y es la tesis principal de Nietzsche, reposa en la “voluntad de poder” (ésta es el núcleo de la vida en tanto busca espontáneamente incrementar o aumentar su capacidad de actuar).
Una de las distintas implicaciones de la tesis de que la fuente del conocimiento es la voluntad de poder inherente a la vida terrenal es la siguiente: es habitual -un tópico del sentido común- que la ciencia se rodee de una atmósfera de neutralidad y asepsia. Pero esto, sostiene Nietzsche, es ilusorio, engañoso, propagandístico: una mera cortina de humo. La ciencia es una empresa atravesada siempre por distintos tipos de intereses, y unos son, por otra parte, más nobles que otros; por ejemplo: muchas veces la ciencia cuanto está volcada exclusivamente en propósitos técnicos (la “tecnociencia” como se la suele llamar) se mueve solo por una finalidad económica (como la química farmacéutica o la industria militar, la fabricación de transgénicos, etc.); dicho gráficamente: lo que apunta Nietzsche es que en vez de vestir con impolutas batas blancas sería menos engañoso que los científicos vistiesen con monos de trabajo llenos de lamparones y, a veces, con sus correspondientes manchas de sangre. Sucede, en definitiva, que el conocimiento no es ajeno al controvertido y complicado territorio en el que pugnan los valores y los intereses; ¿por qué? Porque la raíz del conocimiento está en la voluntad de poder de la vida.
La teoría del conocimiento propuesta por Nietzsche puede definirse, resumiendo su planteamiento en una única expresión, como un “perspectivismo de la interpretación”. Veamos con brevedad en qué consiste.
El conocimiento solo alcanza el mundo -la realidad, los fenómenos- desde una perspectiva; y los puntos de vista son, por definición, parciales, plurales, cambiantes. Cada perspectiva -cada individuo embarcado en la búsqueda de la verdad del conocimiento en tanto espoleado por la voluntad de poder que encarna su cuerpo- converge con otras perspectivas en ciertos aspectos y diverge de otras en otros. Esta concepción perspectivista del conocimiento excluye la hipótesis tradicional de que hay -o que debe haber- una única perspectiva privilegiada que capta sin más el conjunto de un modo perfecto y completo; esta idea se encuentra, por ejemplo, en la tesis de la omnisciencia de Dios: ahora bien, si no hay un único y fijo Mundo Verdadero -apunta Nietzsche- tampoco cabe propiamente algo así como una Perspectiva Única que lo abarque todo desde su atalaya. En tanto las múltiples perspectivas no se ajustan enteramente entre sí hay aquí un conflicto o una discrepancia que debe dirimirse en cada ocasión y circunstancia cognoscitiva. Entre las distintas perspectivas -precisamente porque unas buscan “imponerse” sobre las otras pues cada individuo pretende que su opinión es la acertada- caben negociaciones y acuerdos -aunque estos son provisionales, volátiles, fluidos, inestables: la dinámica del conocimiento es imparable y solo se detiene momentáneamente, mientras los consensos no salten por los aires en base al inevitable pluralismo de las perspectivas desde las que se capta el mundo.
El conocimiento, además de moverse por el mar más o menos calmado o tormentoso de la multiplicidad de las perspectivas, es, afirma este autor, enteramente “interpretativo”. ¿Qué es, básicamente, “interpretar”? Nietzsche llama “interpretación” a la imposición de un orden -una regularidad, una legalidad- al caos, es decir al fluido devenir del mundo. Interpretando los seres humanos moldean un material amorfo desde una forma en la que ese material recibe una organización interna estable de la que inicialmente carecía. El proceso interpretativo del conocimiento despunta a partir de la voluntad de poder propia de la vida terrenal: un orden “constante y permanente” se imprime en el caos porque vivir en el puro desorden es imposible (una vida así sería insoportable). ¿Cómo se interpreta? Se interpreta gracias a los conceptos del lenguaje, a las imágenes, a los modelos estilizados (por ejemplo, cuando se acude al “modeló atómico de la materia) y a otros recursos de esta índole; con su auxilio de un modo siempre parcial y precario se domestica el caótico devenir del mundo. Insiste Nietzsche en que el orden interpretativo alcanzado provisionalmente por el conocimiento no debe olvidar nunca que por debajo de él, de un modo latente y acechante, está precisamente el caos, el desorden (cuando olvida esto cae fácilmente en la ilusión de creer que solo hay un orden verdadero fijado de una vez por todas y para siempre, como le sucedió a Platón y toda la tradición que de él depende). Así pues, no hay que olvidar que el caos es el punto de partida del conocimiento: el orden sale del caos y a él retorna una y otra vez, eternamente.
Esta teoría del conocimiento -este “perspectivismo interpretativo”- incluye también una peculiar definición de la “verdad”. La verdad ya no es ni absoluta ni definitiva, tampoco es en sentido estricto necesaria o universal. ¿Qué es entonces la verdad en la que desemboca y culmina el proceso del conocimiento? La verdad es ante todo un valor vital; es decir: la verdad tiene que estar al servicio de la vida, favoreciendo su crecimiento y expansión, esto es, la verdad no solo es una detención del empuje de la voluntad de poder de la vida terrenal, tiene que, además, estimularla, impulsarla, intensificarla, ampliar su radio de acción.
Falta aún responder con más detalle a la pregunta ¿quién interpreta el mundo? En este punto Nietzsche coincide inicialmente con Kant: las interpretaciones son creaciones humanas. Pero profundizar en esta idea es el propósito del último apartado del tema.
2.5. El Yo: ¿unidad y pluralidad?
El conocimiento -y con él el conjunto de campos de la cultura (la moral, el arte, etc.)- es una interpretación de los fenómenos producida por los seres humanos. Por lo tanto, Nietzsche acepta la crítica kantiana de la teoría realista del conocimiento y se decanta entonces hacia una peculiar versión de la tesis idealista basada en el modelo “sujeto → objeto”. Ahora bien, Nietzsche rechaza la tesis de Kant según la cual tiene que haber un Sujeto (“transcendental”) del conocimiento, un Sujeto racional, único, ahistórico y abstracto que garantiza la “objetividad” -la validez necesaria y universal- de los conocimientos producidos.
¿Quién interpreta, entonces, si no es el hombre universal, el Sujeto único de la razón? Interpretan los múltiples individuos; ellos son los que producen o crean las interpretaciones en las que el caos inicial resulta provisionalmente ordenado, estabilizado, detenido. Nietzsche resalta -volviendo así más complejo el panorama del conocimiento- que los individuos carecen de unidad en un doble sentido: a) hacia fuera porque los individuos son siempre una multiplicidad (nos topamos aquí otra vez con el aspecto perspectivista del conocimiento que ya hemos comentado), b) hacia dentro porque cada individuo encierra dentro de sí mismo una peculiar pluralidad (ningún ser humano concreto y particular es, por así decirlo, “de una pieza”: cada yo es una específica superposición de “máscaras” que van aflorando según las ocasiones y las circunstancias).
Por otro lado, Nietzsche discute con detalle la tesis de Descartes en la que se afirma que lo principal y superior en el hombre es la “conciencia” (o la “autoconciencia”: la conciencia de sí mismo alcanzada en la reflexión). En los seres humanos hay, desde luego, una parte consciente, pero hay también una parte inconsciente que en modo alguno es secundaria o irrelevante (en este punto Nietzsche coincide con la propuesta de Freud y el psicoanálisis).
Mencionaremos por último un controvertido concepto de Nietzsche, el concepto de “superhombre”. Con él se refiere a los seres humanos que han escapado del nihilismo atravesándolo, es decir, aceptando los elementos positivos implicados en la muerte de Dios (por ejemplo, la definitiva ausencia de Absolutos, de Valores Supremos, de puntos de referencia únicos, etc.). Nietzsche acude a este término para enfatizar que este ser humano está “más allá” del hombre agotado, candado, inapetente y aturdido que vive inmerso y desorientado en el vértigo del nihilismo que marca la crisis del mundo moderno. Asumiendo el nihilismo -pero dejando atrás su elemento negativo (ese que postula que “nada vale nada” o que “todo vale por igual”)- el “superhombre” se lanza con ímpetu y energía a la estimulante tarea cultural de la creación de valores en la ciencia, la moral o el arte, partiendo, por otro lado, de las directrices y el aliento de un “vitalismo trágico” (en el que van entretejidas la voluntad de poder y el eterno retorno). El “superhombre”, en definitiva, es el hombre del futuro, pues esta figura de la humanidad aún está por llegar y concretarse; y es que, sostiene Nietzsche, aún estamos en medio de un complejo y peligroso proceso -la irrupción del nihilismo entendido como la crisis interna al mundo moderno- que apenas acaba de comenzar y cuyos estragos están todavía que llegar. Por lo tanto la respuesta a la pregunta de si alguna vez el nihilismo será “superado” no está escrita: es el reto de futuro que desafía a nuestro mundo.
3. Miguel de Unamuno
3.1. Contexto histórico-político de su pensamiento
Miguel de Unamuno es parte de la llamada generación del 98. Esta generación estuvo marcada por un agudo sentimiento de fracaso colectivo y de conciencia de la decadencia -en todos los órdenes, desde la ciencia hasta el arte y la política- de España. España, así, se presenta con claridad como una desafortunada anomalía dentro de la modernidad europea (una modernidad marcada por los acontecimientos históricos de la revolución industrial del capitalismo y la revolución política democrática).
Esta generación comparte el anhelo de una regeneración que mejore esta situación calamitosa, aunque, después, no coincide en cuál sea la vía más acertada para lograrla (algo palpable, por ejemplo, en la discrepancia al respecto entre Unamuno y Ortega, etc.).
Unamuno comenzó adhiriéndose al regeneracionismo propugnado por Joaquín Costa, pero, más adelante, le pareció que ese camino -una España modernizada a partir de una renuncia a su tradición y una mimética asimilación a Europa- era contraproducente. ¿Qué rechaza, en el fondo, Unamuno, de la modernidad europea? Por concentrarlo todo en una única palabra: le repugna su frío y aséptico “racionalismo” (sea “cartesiano” -es decir, Francés-, sea “idealista” -es decir, Alemán). ¿Dónde está la raíz dela posición filosófica y cultural de Unamuno? En que parte del supuesto -discutido posteriormente por Ortega- de que la “razón” es, en última instancia, enemiga de la vida (cuando se entiende a la vida entiende en su más genuino, pleno y elevado sentido). Es lo que consideraremos con más detalle en el siguiente apartado.
3.2. El conflicto entre la razón y la vida
Sostiene Unamuno con vehemencia que la vida humana concreta -la del ser humano de carne y hueso- es más sentimiento que raciocinio: es más pasión que pura y abstracta razón.
La filosofía -y con ella el conjunto de la cultura- está llamada a situar en su centro la vida humana con sus anhelos, sus aspiraciones y esperanzas, sus sentimientos y pasiones, etc. Cuando esto no sucede -como en la modernidad europea articulada en torno al Estado burocrático, a la ciencia tecnificada, etc.- la cultura pierde el norte al confundir lo principal con lo secundario. Con el imperio de la fría y pura razón, por ejemplo, lo cuantitativo se impone a lo cualitativo, lo universal predomina sobre lo particular, lo necesario sobre lo contingente, lo abstracto sobre lo concreto, etc. Cuando la vida, concluye Unamuno, se pone al servicio de la Razón, se subordina a ella, se falsifica, pierde su cálido palpitar, se marchita y merma su energía creativa.
En la tradición cultural española, insiste Unamuno, hay elementos valiosos en los que la vida ha triunfado sobre la acartonada y rígida razón del moderno racionalismo europeo. Por eso Unamuno entiende que sería erróneo desterrar esos elementos, olvidarlos y tirarlos por la borda, con el propósito de que España sea colonizada por una Europa que conduce a un callejón sin salida -a un nihilismo autodestructivo- a pesar de la apariencia de que es la cima del Progreso. Cuando la cultura -sostiene Unamuno- pierde su arraigo en la vida –“irracional” en su entraña misma- se desorienta y, al final, se desintegra por falta de aliento y fuerza.
¿Dónde encuentra Unamuno, a la postre, lo que considera una alternativa a la insuficiencia de la razón? En la fe, y con ella, en los profundos sentimientos que, brotando del centro de la vida, la elevan hacia sus experiencias más ricas, plenas y auténticas. La fuerza creativa de la vida -en todas las áreas de la cultura- surge de la fe, concebida como un manantial, una fuente de energía tensada hacia lo excelso y lo extraordinario, hacia lo maravilloso.
3.3. El sentimiento trágico de la vida
En el corazón de la vida, en su centro palpitante, en su núcleo irradiante, habita un sentimiento de carácter trágico. Y la fe -ese poder que mueve montañas con su impulso prodigioso- está incardinada en él.
¿Por qué ese sentimiento profundo de la vida es declarado “trágico”? Porque el vivir está desgarrado -y, a la vez, espoleado y paralizado- ante la constante presencia de alternativas que no se pueden armonizar, conciliar, conjugar en una unidad fija y estable que aporte sosiego y reposo. ¿De qué “alternativas” se trata? Por ejemplo, como ya se ha destacado, la alternativa entre la frialdad de la razón y la calidez de la fe, o entre la desesperación y la esperanza, la certeza de la muerte y el anhelo de inmortalidad, etc.
¿Qué figura, a la vez universal y particular, simboliza este sentimiento trágico de la vida? Por ejemplo, sostiene Unamuno, “don Quijote”, el señero personaje cuyas peripecias y avatares se narran en la prodigiosa novela de don Miguel de Cervantes. Una existencia plena, una vida auténtica, es, en su entraña misma, “quijotesca”: es racionalmente cuerda y, sobre todo, emocionalmente loca (animada por una fe, por un ideal, por un anhelo inextinguible, por la persecución de una meta incierta afrontando constantes adversidades y apechugando con continuos contratiempos). Es este hito de la herencia española, subraya Unamuno, algo a lo que no se debe renunciar jamás en nombre de la modernización y la europeización; ¿porqué, pregunta Unamuno, buscar motivos impulsores de una necesaria regeneración “fuera” cuando ya están prefigurados “dentro”, en la intrahistoria de nuestra cultura excepcional y singular?
En definitiva, afirma Unamuno, la vida -una vida que es, en su plenitud, acción, heroica aventura- tiene que afirmarse a sí misma asumiendo su sentimiento trágico y resistirse, por ello, a ser subordinada a la insulsa y acomodaticia “razón”. El sustento de esta vida, por otra parte, se encuentra en la fe, la cual impulsa una y otra vez, hacia grandes metas y retos inalcanzables; pero esta fe, y el matiz es reseñable, no es la pura certeza en algo que ofrece seguridad y amparo, es una fe atravesada por la incertidumbre y la duda, una fe, pues, que sitúa la inquietud y la zozobra en el núcleo mismo de la vida.
4. María Zambrano
4.1. Contexto histórico-político de su pensamiento
María Zambrano es una de las más destacadas discípulas de José Ortega y Gasset y Xavier Zubiri. Su explícito apoyo a la República -colaboró, por ejemplo, con las Misiones Pedagógicas- la obligó, después de la guerra civil, a padecer un largo exilio por países de Hispanoamérica y Europa. Cuando regresó a España después del fin de la Dictadura recibió, en reconocimiento a su labor intelectual y su compromiso político, el Premio Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes. Actualmente se están publicando, con el fin de que sus libros tengan la difusión que merecen, sus “obras completas”.
4.2. Pensamiento y experiencia profunda de la vida
El problema de fondo que actúa como hilo conductor de la trayectoria de Zambrano es el de la crisis de la modernidad que define al agitado y convulso siglo XX. Desde la filosofía esta autora realiza un diagnóstico de la época presente y busca afanosamente una terapia que conduzca, tal vez, a abandonar esta peligrosa y desalentadora situación crítica.
El diagnóstico de Zambrano, dicho con mucha brevedad y sin los oportunos matices, es el siguiente: en la era moderna del mundo ha terminado imponiéndose por todas partes una ciencia y una técnica que está aupada por una razón pura, abstracta, conceptual, lógico-matemática, metódica. Este proceso histórico propio de la modernidad, desde luego, ha tenido efectos positivos, pero también, y esto es lo que más resalta en los periodos de crisis, efectos negativos. Con el imperio de la tecnociencia, por ejemplo, ha cuajado el triunfo de lo cuantitativo, lo instrumental y lo utilitario, y esto es algo que, más allá de sus aspectos benéficos, aplana, nivela y homogeneiza el conjunto de la realidad.
Esbozado así el diagnóstico, ¿cuál puede ser la terapia oportuna? Recuperar, por difícil que sea, lo que ha sido orillado, desechado, minusvalorado, despreciado y sepultado. La salida de la crisis moderna, sostiene Zambrano, sólo ocurrirá cuando lo que ha sido drásticamente reprimido retorne en todo su brillo y con todo su esplendor, corrigiendo y enmendando las unilateralidades que se han cometido amparándose en la “razón” (en un determinado y específico concepto de “razón”, habría que añadir).
El punto de partida de la filosofía de Zambrano está en la tesis de que la realidad radical -el campo completo en el que todo aparece y se muestra- es la vida humana. Así pues, todas las formas de saber o los modos de comprensión arraigan en la experiencia de la vida (incluido, desde luego, el pensamiento filosófico). Cuando se corta el cordón umbilical que une a las diferentes áreas de la cultura -la ciencia, el arte, etc.- con la experiencia vital se desvinculan de lo que los nutre y terminan marchitándose, perdiendo su aliento e impulso; una ciencia separada de la experiencia de la vida, por ejemplo, abandona su arraigo en la actitud de asombro ante los enigmas del mundo y se convierte, por ello, en una mera empresa burocrática al servicio de intereses económicos, etc.).
La terapia sugerida por Zambrano -un retorno de lo reprimido por el mundo moderno en base a un estrecho y ciego “racionalismo”- exige precisar qué es lo que ha sido bruscamente sepultado y ninguneado. Responde Zambrano: lo despreciado ha sido la radicalidad y la profundidad del sentir de la vida, es decir, el universo de las emociones, los afectos, las pasiones, los deseos. El reto enorme, en adelante, por lo tanto, que se dibuja en el seno de la crisis de la modernidad es este: sumergirse en ese universo -complejo, denso, confuso, intenso, oscuro- con el propósito de recuperarlo en sus auténticas y genuinas posibilidades. ¿Cómo conseguir algo así? ¿Qué hace falta para acometer con expectativas de éxito esta ardua y fascinante tarea? Nada menos que dar con una nueva concepción de la razón más versátil y sutil que la razón que ha imperado en la era moderna del mundo. ¿Qué propone, en este punto, Zambrano? Una razón poética: una razón que explore y destaque la dimensión poética del mundo y de la vida que se desenvuelve en él.
Desde la razón poética se destacan y acentúan dos formas de experiencia vital: la experiencia religiosa y la experiencia artística. Ambas -cada una, eso sí, de un modo distinto, peculiar en cada caso- revelan y expresan desde el sentir dimensiones profundas del mundo de la vida en la que ésta se conecta y vincula con la fuente secreta de la creatividad.
Detengámonos brevemente en la experiencia religiosa, una forma de comprensión del mundo desdeñada por la razón científica de la moderna ilustración por considerarla, exclusivamente, el fruto de la ignorancia y la superstición de un ser humano inculto y bárbaro. Zambrano describe la experiencia religiosa como un acceso a lo sagrado, es decir: al misterio insondable e inabarcable que rodea y atraviesa la vida mundana. Las distintas religiones nacen cuando a través del símbolo de lo divino se establece un vínculo con lo sagrado encauzado en los mitos y los ritos que congregan a una comunidad. Por otra parte, explica Zambrano, cuando lo divino se separa de lo sagrado -pretendiendo en vano haber anulado y cancelado lo insoldable del misterio- la religión se vuelve un rígido dogma, una ideología, una rutina, una herramienta del poder, o sea: se convierte en algo dañino y peligroso. Concluye así Zambrano su meditación filosófica sobre este espinoso tema: es oportuno, aquí y ahora, intentar recobrar la experiencia religiosa, es decir, la celebración narrativa y ritual de los misterios de la vida, el amor, el sufrimiento, el gozo y la muerte, lo cual, nada tiene que ver con la ciega adhesión a un sistema cerrado de creencias dogmáticas.
4.3. Una razón poética
En la historia de Occidente, desde Platón, ha predominado una Razón pura y abstracta, separada de la experiencia de la vida. Esta Razón está atraída hacia y atrapada por lo Idéntico, lo Permanente, lo Universal, lo Necesario, lo Eterno, lo Absoluto, la Unidad, etc. Es una Razón atada a un Fundamento que, desde éste, postula que sólo hay un Orden legítimo y verdadero en el mundo (un solo arte, una sola política, una única ciencia, etc.). Esta Razón, por ejemplo, es la que impera en la modernidad bajo la figura de una razón lógica y matemática propia de un conocimiento científico orientado hacia fines técnicos y metas utilitarias. En general, pues, sostiene Zambrano, la Razón pura es avasalladora y coactiva en tanto está impulsada por un afán de dominio, de cálculo, de control.
Frente a esta Razón pura busca Zambrano -como otros autores y autoras del siglo XX- un concepto de razón distinto, alternativo al tradicional: versátil, polifacético, multidimensional, respetuoso con la realidad, capaz de asombrarse ante la riqueza y la complejidad del mundo y de sobrecogerse ante sus enigmas y misterios.
La “razón poética” -propuesta por Zambrano- integra y reúne tres vertientes que muestran y señalan una alternativa a la tradición “racionalista” que ha guiado a Occidente desde Platón hasta Hegel: a) desciende al corazón palpitante de la vida, al sentir originario, al universo de los afectos y las emociones; b) se vuelca en el cuidado de lo efímero, lo fugaz, lo contingente, lo particular, lo irrepetible, lo diferente; c) realiza un viaje a la fuente misma de la creatividad, a la sede de la energía creadora, al insólito poder de engendrar lo nuevo (sea en el arte, en la ciencia, etc.).
En definitiva, la razón poética -lo poético que habita en el centro de la razón- se orienta hacia la acogida de lo que se nos da y ofrece en la experiencia tratando de respetarlo en sus diferencias, en la riqueza de sus múltiples aspectos, etc. Por otra parte, esta razón no desdeña la “inteligencia”, lo que afirma es que en su raíz misma la inteligencia es una inteligencia sentiente, una inteligencia incardinada en la sensibilidad (cuando esto se olvida o se desconsidera, la inteligencia se extravía, se vuelve fría y abstracta, pierde el suelo del que se nutre, volviéndose estéril y rígida).
4.4. Filosofía y poesía
Zambrano afirma que, en el contexto de la crisis moderna, sería importante recuperar la experiencia artística entendida como una genuina y auténtica experiencia vital. Esto implica rechazar que las obras de arte -sean pictóricas, escultóricas, musicales, etc.- se conviertan en un pasatiempo destinado a rellenar los momentos de ocio con algo cómodo, inocuo y superficial.
Dentro del amplio campo del arte Zambrano ha prestado atención, desde la filosofía, al arte de la poesía, al arte del lenguaje, en definitiva. ¿Qué es lo peculiar y fascinante del lenguaje poético? Esta es la pregunta a la que ha tratado de responder. El lenguaje poético, explica Zambrano, altera la sintaxis y la semántica del lenguaje ordinario de la comunicación cotidiana. ¿Por qué? Porque el lenguaje, inevitablemente, se acartona, se anquilosa, se desgasta, se debilita y decae. ¿Para qué, entonces, el lenguaje poético, el lenguaje de la poesía? Gracias a este arte el lenguaje -en las obras poéticas logradas- recupera su esplendor inicial, su fuerza propia; el lenguaje poético, así, es un lenguaje rico, polisémico, evocador, sugerente. La mejor poesía, pues, consigue devolver al lenguaje su poder originario: verbalizar lo que aún se desconoce, encontrar palabras con las que decir lo que no ha sido dicho, etc. Con el lenguaje poético, en tanto vinculado al sentir originario, al corazón de la experiencia de la vida, se destacan aspectos de las cosas y vertientes del mundo, habitualmente silenciadas, desatendidas, ignoradas, ocultas y veladas.
¿Qué enseña, en definitiva, la poesía? Por un lado, que el lenguaje no es un mero instrumento neutral de comunicación, por otro lado, que los conceptos tienen siempre un imprescindible sustrato metafórico del que sería empobrecedor tratar de desprenderse.
Dicho para concluir: Zambrano ha sido una filósofa única y singular que con tenacidad ha explorado y articulado el carácter radicalmente “poético” de la razón, enfrentando así, bajo esta clave, la crisis del mundo en el que habitamos.