El ángel y la mosca: en torno al esprit de los hermanos James
Óscar Sánchez Vadillo
“Hemos perdido mucho de la calma y suavidad de nuestra índole.”
Carta sobre el entusiasmo, Shaftesbury.
“No, alma mía, no aspires / a una vida inmortal /
pero sí agota los recursos de lo posible.”
Épodo tercero, Tercera Oda Pítica, Píndaro.
Incipit
Espero sinceramente que el amor propio cultural europeo no se vea por nuevos motivos resentido si sentamos de entrada lo que es de obligatoria cortesía reconocer, esto es: que la minerviana y proverbial lechuza de la filosofía había anidado ya en el país de las barras y las estrellas al menos un siglo antes de que acaeciese ese gran suceso de comunicación intrafilosófica que hace unos años pasó a denominarse tan evocadoramente La Travesía del Atlántico. Pocas dudas caben, pienso yo[i], de que fue avistada por primera vez sobrevolando aquellas tierras allá por la primera mitad del s. XIX, cuando (según refiere Jorge Luis Borges, haciendo alusión a El florecimiento de Nueva Inglaterra de Van Wyck Brooks) tuvo lugar “un hecho extraordinario que sólo la astronomía podría explicar”: se trataba, en efecto, de la formidable eclosión de genio que, con el carácter de un nuevo renacimiento anglosajón –afirma enfáticamente Brooks-, se inició en esa histórica porción del territorio norteamericano. Entre los grandes talentos que se incubaron bajo esa propicia conjunción de astros poetizada por Borges se contaría destacadamente una ilustre pareja de hermanos, los James[ii], que, nacidos en Nueva York, en modo alguno podrían confundirse con los legendarios forajidos homónimos del lejano oeste. No: hablamos aquí, y en adelante, de William y Henry Jr., par dispar en cuya elegante escritura y pensamiento (o escritura de pensamiento) es siempre tan recomendable y sugestivo iniciarse, profundizar o simplemente revisitar como infrecuente resulta sin embargo el hacerlo, seguramente porque el depurado sentido estético y moral de sus correspondientes obras se nos ha hecho hoy un tanto anticuado, finisecular, demodé, qué sé yo…
Ahora bien, el interés que estas páginas pudieran añadir al estudio de los James arranca en otra parte, habida cuenta de que sus respectivas carreras personales hacia una posteridad que siempre les fue algo avara tuvo realmente su inicio lejos de EE.UU., concretamente en la remota Suecia con la aparición de la inmensa obra de Emanuel Swedenborg, aquel lunático razonable al que otro Immanuel egregio propinó un contundente y probablemente inmerecido varapalo bien entrado el s. XVIII. Porque fue bajo el influjo familiar del iluminado Swedenborg, y en buena medida también del pionero Charles Sanders Pierce (el filósofo “más original y versátil que los americanos han ofrecido al mundo hasta ahora”, según la propia Enciclopedia Británica; el Leibniz del Nuevo Mundo, según otros), que William James desarrolló la doble cara de la doctrina filosófica del pragmatismo y del empirismo radical, cuyas huellas expresas pueden encontrarse por doquier en la mayoría de los pensadores estadounidenses actuales –si bien es cierto que más por el primer nombre que por el segundo, que quedó en cierto modo interrumpido. Pero para que nos vayamos conociendo, quizá lo más innecesario de todo sea recordar que precisamente antes de su adopción del pragmatismo pierciano, específicamente en sus investigaciones psicológicas profesionales, es donde se enmarca la contribución más popular de William James a la introspección y narrativa modernas. En efecto… ¿quién no conoce, si no, o ha oído hablar, al menos, de la llamada “técnica del monólogo interior”? Basada en la idea de un incesante corriente de conciencia[iii], la técnica del monólogo interior pronto se convirtió en mística del flujo psíquico semiconsciente a la vez que en una exitosa maniera literaria practicada por grandes nombres como Virginia Woolf, James Joyce o William Faulkner (también por Henry James, desde luego, que probablemente la prefiguró harto más escueta y llanamente al escribir que “en un relato en primera persona, el narrador es a la vez sujeto y objeto de la narración”). Pero es de un hilo distinto de esta prolija madeja del que me dispongo a tirar ahora, puesto que William James no tardó en desmarcarse de estas cuestiones para ocuparse, no sin ciertos trastornos[iv] personales, de otras más amplias y filosóficas o, como yo preferiría expresarlo aquí, más de fondo.
“Una mosca real es mucho mejor que un ángel hipotético”, escribió en cierta ocasión el ensayista norteamericano Ralph Waldo Emerson, también maestro de William James y también conocedor de Swedenborg. Medio siglo antes, Kant hubiese suscrito en su literalidad esta frase de extremo racionalismo y fidelidad a lo “real verificable” de nuestra experiencia cotidiana. De hecho, desde que el filósofo prusiano segara a Dios de las consideraciones teóricas del hombre (según lo expresara un satírico Heine, diciéndose algo así como: “ríanse vds. de la guillotina francesa frente a la cuchilla lógica kantiana, que ha decapitado al Rey Más Alto”), y con Él a toda Su Corte del Más Allá con su séquito de ángeles, tronos, potestades, santos, benditos y, en fin, extra-terrestres de toda especie (entidades numinosas que en la actualidad han venido a sustituir en el imaginario colectivo lo mismo a ángeles que a diablos), en líneas generales quien más quien menos la mayoría de nosotros venimos a convenir con el sabio de Königsberg en que la esfera de la acción y del pensamiento humanos están regidos, de un lado, por lo que a la ciencia le es dado estatuir, y, de otro, por lo que la moral es capaz de legislar acerca de lo que Kant denominó la “experiencia posible” -es decir: lo que es susceptible de ser experimentado en el campo abierto pero no indefinido de la finitud humana. De ahí que, desde entonces, reservemos para toda esa plana mayor de seres todopoderosos, facultades anímicas y regiones de ultratumba inobservables y sublimes el calificativo de mitos, quimeras o, en el mejor caso -como es el de Emerson-, de hipótesis (Kant es el padre, seguramente involuntario, del agnosticismo, representado intelectualmente en España por el homenajeado alcalde y profesor Enrique Tierno Galván). Los Ángeles, por tanto, no son ya sino el topónimo de una conflictiva y calurosa ciudad de EE.UU., pese a la aportación en clave poética de Rainer María Rilke o Rafael Alberti a la ciencia de la angelología en los años 20 o al film de Wim Wenders El cielo sobre Berlín.
Análogamente, desde Kant, los saberes que versan sobre este tipo de objetos o entidades alienígenas[v] de la experiencia inmediata han trocado su antaño venerable nombre de “ciencias ocultas” por el peyorativo de “pseudo-ciencias”, y sus cultivadores han pasado de la noble y temida posición de “magos” a la indigna e irrisoria de “charlatanes”. Así las cosas, hoy por hoy, los astrólogos, quiromantes, videntes, “intuitivos”, profetas, cofradías esotéricas o milenaristas, etc., han perdido su antiguo rango de intermediarios con Sus Satánicas Majestades del Otro Mundo para venir a quedarse reducidos a meros vampiros chupasangre sin pedigrí draculíneo alguno, ya que no sólo no succionan sangre al más puro estilo de Transilvania, sino que desvían su depredación hacia cuentas corrientes y conciencias bajo los más grotescos ropajes místicos e idearios narcóticos (aunque, eso sí, promocionados en ocasiones por los más modernos y sofisticados medios de comunicación y propaganda, incluido el mismísimo cine). Debemos, en gran parte, al “Kublai Kant”[vi] de la filosofía moderna esta abdicación forzosa del Antiguo Régimen de tronos, arcángeles y brujos, así como su transformación de príncipes en mendigos y el subsecuente imperialismo de la razón práctica -a menudo degenerada en “razón instrumental”, olvidado o silenciado el Reino de los Fines, como predicaba la Escuela de Frankfurt- sobre la cada vez más extensa faz occidental del planeta.
Pero cabe formularse, aun sin dar pábulo a esos cenáculos de credulidad y fantasía, algunas preguntas indiscretas, como, por ejemplo... ¿qué hemos ganado, realmente, después de todo, con esta particular Toma de la Bastilla Racionalista? ¿Es verdadera y obviamente preferible una mosca real a un ángel hipotético? ¿Y qué ha sido en este proceso de los verdaderos magos -que haberlos, haylos[vii], o, al menos “habíalos” antes-, intermediarios ambiguos entre el hombre y Lo Desconocido?
Es en el famoso opúsculo de Kant titulado Los sueños de un visionario -explicados por los sueños de la metafísica donde el entonces anónimo profesor de metafísica provinciano replicaba en 1766 a las célebres doctrinas espiritualistas de su entonces popular tocayo sueco Emanuel Swedenborg. Hay que recordar en este punto que el s. XVIII que concluyó con el triunfo de la filosofía de Kant fue la centuria no sólo de Swedenborg, sino también de Cagliostro, de la mágica “acción a distancia” de las fuerzas de Newton extrapoladas a toda clase de fenómenos naturales -el magnetismo, p.e.-, de los experimentos en torno a la famosa “generación espontánea” y, más en general, del surgimiento de un interés por el espiritismo de salón (que Henry James aún tematizará en Las bostonianas) tal y como hoy ha llegado fuertemente degradado hasta nosotros. Pero, a la vez, y sobre todo, aquel siglo fue el tiempo de la secularización definitiva de la visión teocéntrica del mundo, donde la idea de divinidad fue simplificándose y perdiendo nervio cultural y sugestivo hasta acercarse tanto a los intereses efectivos de los hombres que acabó diluyéndose plena y enteramente en ellos -proceso que, ya se sabe, el siglo denominó teísmo o bien deismo[viii]. Y, claro, allá donde se alejan los dioses, toman la plaza necesariamente los espectros, como escribió más tarde Novalis. Por ello, también se juegan en esto importantes cuestiones como la de rememorar una escaramuza de esa inmensa guerra de secularización que el s. XVIII declaró a la concepción cristiana tradicional de la sacralidad divina, al mismo tiempo que valorar las consecuencias culturales del bautismo de fuego de Kant en su decisiva batalla personal contra la larga sombra de esa misma teología medieval y su posterior línea de fuga espiritualista –es decir, nada menos que revivir en lo posible el enfrentamiento filosófico, textual, de un robusto[ix] racionalista en ciernes en oposición al mayor y más noble espiritualista que, a mi juicio, haya dado la historia y su cohorte jerárquica de espectros…
Las argumentaciones que ofrece Kant contra esta clase de pseudo-ciencia no difieren apenas de las refutaciones que todavía hoy es posible plantear a las monsergas y cantinelas de esta anacrónica índole que todavía pululan por ahí (y en este aspecto siempre resultan útiles ahora para ponerlas a raya), pero intentaré mostrar también por qué, a mi juicio, la figura de Swedenborg sobresale de entre este reino de las sombras -“paraíso de los fantasiosos”, según Kant- por méritos propios. Otra pseudo/ciencia ya obsoleta, la “frenología”, señalaba la bonita idea de que el relieve del bulto de las sienes del cráneo humano era índice del grado de desarrollo de mundos imaginarios que albergaba la psique de un hombre en ese mismo lugar; de ser así, suponemos que el cráneo de Swedenborg exhibiría en sus sienes la altivez de las astas de un buey. Mas, sobre todo, creo que las “fantasías” de Swedenborg se distinguen de tantas otras típicas locuras a lo divino de exaltados y granujas anteriores y posteriores por su apreciable valor moral: se trata, en efecto, de un discurso acerca de la vida terrena y su relación con el Más Allá harto más comprensivo y piadoso para con la condición real de los hombres -e incluso para con la del mismo Dios-[x] de lo que ha sido usual en el pasado milenio de “ruido y furia” dogmática en asuntos de religión (¿quién sabe? quizá -solo quizá-, fuera la única lucubración teológica que arrancase un gesto de ternura a Nietzsche…) No en vano, el propio Kant, dijera lo que dijere después, fue seducido en un primer momento por las leyendas que circulaban por la Europa culta acerca del mirífico patafísico sueco[xi]. Y no en vano, asimismo, la educación de los hermanos James estuvo inspirada por la idea de la Nueva Jerusalén que todavía sesenta años más tarde inundó Norteamérica y especialmente al padre de ambos, Henry James Sr., acérrimo seguidor de Swedenborg desde muy pronto y escritor y teólogo él mismo, como veremos.
La enseñanza que podemos extraer de ello, pues, no es otra que la de apreciar un nada trivial aspecto de la filosofía en general que Kant descuidó negligentemente: que los imaginarios ángeles, frente a las prosaicas moscas, tienen a veces la ventaja, cuando son benéficos, de servir de acicate a las mentes y culturas innovadoras y audaces. Es una cuestión, por tanto, también de la flexibilidad de la educación frente al rigor cartesiano de la razón y, en consecuencia, del esprit de finesse frente al esprit geométrique, por decirlo con Pascal. Un problema, en principio, de paideia, y no de episteme.
La reconocida autoridad que las sensatas chifladuras de Swedenborg pudieran haber ejercido sobre la infancia de los James a través de la férula de un padre tan persuasivo como dominante ofrece algunas claves para intuir en qué pudo consistir aquella relación indirecta entre un teólogo sueco dieciochesco y dos acomodados hijos de la joven y puritana América del Norte del último cuarto del s. XIX, y más allá de ellos queremos servirnos de su ejemplo a fin de mostrar, entre otras cosas, los posibles e inesperados efectos positivos de una pedagogía basada no sólo en la mera racionalidad tecnológica y política de la Ilustración al uso, sino también en un modelo de espiritualidad trasnochado y aparentemente visionario que, sin embargo, dio frutos indudablemente exquisitos...
Escribió Henry James en El arte de la ficción[xii]: La experiencia nunca es limitada, y nunca es completa; es una inmensa sensibilidad, una especie de enorme tela de araña de los más finos hilos de seda suspendida en la cámara de la conciencia y que atrapa en su red cada partícula que transporta el aire”. Se ha señalado a menudo, para ensalzamiento de ambos al alimón y desconcierto de cada uno por separado, que en la laureada pareja de hermanos James, a Henry le corresponde el puesto de filósofo-escritor y a William el de escritor-filósofo. No significa esta observación que se les haya entregado una especie de premio Nobel confundido por la identidad de sendos apellidos; es tan solo un tópico que tiene su razón de ser en la sutileza de los razonamientos aplicados a la investigación del comportamiento humano de Henry y al buen hacer artístico como expositor de su propia doctrina filosófica de William. Existe, pues, una profunda similitud estilística entre ambos, donde el “estilo” hace referencia igualmente a un fondo de convicciones estéticas y morales común que a una determinada manera de ser y expresarse en la vida mundana o intelectual (talante sería la palabra adecuada si no hubiese sufrido cierto desgaste últimamente en nuestro idioma). Por ejemplo, William defendía la pluralidad de los credos en materia de religión a condición de que se profesase la fe de una tradición por motivos de convicción personal y nunca por razón de la imposición o el prestigio de sus instituciones o representantes seculares. En las novelas de Henry, en cambio, la religión es prácticamente desconocida por sus personajes, e incluso la muerte no les merece una consideración especial, y aún menos de naturaleza luctuosa, salvo en lo que toca a la naturaleza social de sus causas o al modo en que su paso modifica las vidas de los personajes restantes (uno de los nombres, por cierto, que los musulmanes daban a la muerte era el muy jamesiano de La Separadora). No obstante, de la religiosidad de su padre aprendieron ambos los valores de lo invisible y de la comunidad swedenborgiana de los espíritus, es decir, cuando menos el cultivo de la inteligencia como órgano del trato interpersonal, de la sensibilidad como moral del perfeccionamiento propio, del entendimiento entre los hombres y los grupos como base de la riqueza social, etc. Valores que si bien no son anti-ilustrados, tampoco coinciden estrictamente con los promulgados por Kant con posterioridad a sus primeros pinitos críticos en Sueños de un visionario.
Por decirlo en pocas palabras: William y Henry James tenían una idea civilizadora del individuo y la sociedad; Kant, más bien, una concepción cívica de los mismos, lo cual es muy diferente, por cuanto que el civismo presupone el estado de naturaleza como sustrato del hombre -el querido Rousseau…- y, por tanto, su necesaria domesticación (“sociable insociabilidad” del animal humano, dice Kant), y la civililidad, según mi interpretación del término, presupone opuestamente como dato básico el estado de cultura y, trabajando sobre él, la urbanidad, la gentileza, la tolerancia y la aceptación de lo diferente como perfectibilidad y refinamiento infinitos del espíritu humano en atención recíproca con su prójimo. Dos maneras de enfocar la misión del pensamiento y el papel de la comprensión que reproducen, creo, el punto de vista de la mosca verificable y del ángel posible, respectivamente, y que paso a comentar con mayor detalle en las siguientes líneas.
Recitativo
El primero de nuestros protagonistas, Swedenborg (1688-1772), era hijo de un obispo luterano, pero no es inadecuado afirmar que en lo único en lo que siguió al protestantismo luterano paterno y, en general, nacional sueco de la época, fue en lo que tocaba a la libre interpretación de la Biblia, libérrima en su caso. Antes de pensar siquiera en eso, no hubo saber teórico o productivo -todavía no práctico, por utilizar la nomenclatura de Aristóteles- en que no emplease su enciclopédica capacidad de estudio. Fue ingeniero militar de Carlos XII, para el cual realizó numerosas invenciones (un ingenio para transportar buques por tierra, al que se sumaron los primeros proyectos de aeroplano, de submarino, de motor de vapor, de fusil de aire comprimido y de un horno de baja combustión), lo cual le mereció el cargo de Senador del Reino -donde, por cierto, intervino a la sazón providencialmente para solucionar una aguda crisis económica-; fue asesor de minas como lo fuera Leibniz, y, sobre todo, científico interdisciplinar. Así, a los cincuenta y cinco años ya había publicado unos veinticinco volúmenes que versaban sobre mineralogía, anatomía y geometría, pero también sobre cosmología y otras materias más especulativas. Algo realmente asombroso, desde cualquier punto de vista. Borges escribe de él que era un hombre eminentemente práctico, pero creo que es porque no se interesó apenas por la literatura y las artes, ni de los demás ni para la elaboración de sus propios escritos. En realidad, Swedenborg se tenía a sí mismo entonces por un teórico poco dotado para la experimentación, al menos en comparación con su talento para las grandes generalizaciones.
Corrían los años 1744/45 cuando experimentó una serie de sueños y visiones que terminaron por cambiar su vida. Escrupulosamente anotados en sus Diario de sueños y Diario de viajes, quienes los han leído sostienen que muchos fueron de naturaleza erótica, hasta que en abril del 1745 le aconteció una experiencia única comiendo en una hostería de Londres en la que se encontraba completamente solo. La estancia se oscureció y una Aparición le encareció a estudiar las Sagradas Escrituras con objeto de fundar una tercera Jerusalén; a cambio, obtendría el privilegio de visitar a voluntad los infinitos parajes del Cielo y del Infierno. Cuando el salón volvió a iluminarse, Swedenborg se dirigió a su habitación, tremendamente conmovido. Pero durante esa misma noche volvió a tener la misma visión. Convencido ya de la verdad que encerraban aquellas palabras -procedentes del propio Jesús, según algunos-, dedicó los dos siguientes años a aprender hebreo y griego para analizar concienzudamente los textos sagrados. En 1747 se publicaba su obra teológica más extensa, Arcana Coelestia, a la que siguieron muchas otras durante veintisiete años, entre las cuales destaca por su notoriedad El Cielo y sus maravillas y el Infierno, donde relata en un estilo sin adornos y puramente descriptivo sus viajes de exploración por aquellos extraordinarios lares.
¿Y qué es lo que el antes sesudo científico Swedenborg había visto por allí? Pues nada remotamente ortodoxo ni para católicos ni para protestantes. Cuando alguien muere, en principio no se percata del tránsito, como en El sexto sentido, sino que sigue haciendo la misma vida de siempre, aunque todo le resulta gradualmente más vivido, más definido y más real –incluso los goces carnales en las esferas superior e inferior serán también más intensos. Poco después se le acercan a conversar individuos que resultan ser ángeles o demonios, con los cuales congenia más o menos, ya que de ese entendimiento con unos o con otros dependerá el destino de su alma. Si es el discurso de los ángeles el que le es grato, orientará sus pasos hacia el Cielo; si, por el contrario, muestra afinidad hacia los demonios, sellará su paso hacia el Infierno. El libre albedrío continúa vigente en esa región intermedia entre la existencia terrena y la ultratumba, y no existe culpabilidad ni castigo ni tampoco virtud recompensada: cada hombre sencillamente se ve inclinado con naturalidad a rodearse de aquellos seres entre los que se encuentra más cómodo. Cielo e Infierno son, pues, comunidades de elección por parte del sujeto que configuran un mundo eterno en consonancia con el alma que lo proyecta fuera de sí. No obstante, el Infierno es una zona pantanosa en la que las ciudades parecen destruidas por antiguos incendios, donde reina la anarquía y los condenados pasan felices su tiempo maquinando e intrigando todos contra todos; mientras que, en el Cielo, Dios es el sol, un astro al que de nada sirve rezar, alabar o contemplar arrobado, puesto que la verdadera actividad allí consiste en una perpetua cooperación amorosa e intelectual con los ángeles (que anteriormente fueron hombres) y el resto de las almas benditas. También los demonios fueron igualmente hombres, y Dios mismo quiso ese equilibrio entre Bien y Mal (Satán no es más que la forma del Infierno), que tal vez nunca esté conseguido del todo, y por eso una de las ocupaciones de los moradores del Cielo es filosofar…
Son las obras, y no la fe o el cumplimiento de la liturgia, lo que hace de un hombre futuro compañero bien de los ángeles en el Cielo o bien de los demonios en el Infierno, en contra de los dictados de Lutero o Calvino. Las obras y la inteligencia, añade Swedenborg. Los tontos no entran en el paraíso, escribirá su émulo William Blake. Swedenborg pasa el resto de sus días escribiendo teología en latín de forma anónima y haciendo numerosos viajes -visitaba los barrios pobres de las ciudades donde recaló. Gasta una fortuna y sus criados dicen oírle parlamentar con ángeles y demonios en aposentos cerrados. Alguien cercano afirmó que algunos podrán pensar que el asesor Swedenborg era un excéntrico, pero la verdad es todo lo contrario. Era de fácil y agradable compañía, conversaba sobre cualquier tema que se presentara y solía acomodarse a las ideas de su interlocutor; nunca hablaba de sus doctrinas a menos que se le hubiera preguntado por ellas. Se le atribuyen algunos milagros menores concernientes a su familiaridad con nobles difuntos que trasmiten sus mensajes a los seres queridos o con el presentimiento detallado de un incendio sucedido muy lejos, en Estocolmo, y hasta se dice que predijo con exactitud la fecha de su propia muerte.
Pese a que las lucubraciones de Swedenborg a punto estuvieron de ser condenadas en su Suecia natal, Kant (1724-1804) mantuvo correspondencia directa con el teólogo e indirecta a través de amigos. Fueron estos mismos amigos, como él mismo refiere, los que más tarde le incitaron a contestar con rigor a lo que era ya un fenómeno de moda en varias naciones europeas, sobre todo del norte. Pero, en principio, como hemos visto, Kant, todavía un salonnier, fue tan seducido por las novedosas enseñanzas de Swedenborg como el que más, y así lo confiesa honestamente. Quizá por eso su reacción en Sueños de un visionario resultó tan visceral: se trataba de revolverse contra un engaño sufrido en sus propias “carnes” intelectuales y sociales. El opúsculo, en efecto, es tan breve como directo, injurioso, irónico y hasta un punto confidente, una manera de expresarse del todo impropia del Kant posterior –precisamente ese estilo que él mismo luego tacharía de “rapsódico”. Feroces ataques como “si muchos escritores ahora olvidados o ya en su tiempo sin nombre no tienen poco mérito por haber despreciado los esfuerzos intelectuales al escribir sus grandes obras, entonces sin duda corresponde al señor Swedenborg el mayor honor entre todos. Pues ciertamente en el mundo lunar está su botella completamente llena y no desmerece de ninguna de las que Ariosto vio allí repletas de la razón aquí perdida”, se alternan con consideraciones pre-críticas acerca de la imposibilidad de concebir espíritus sin cuerpo, o cuyo cuerpo es inmaterial en el sentido de la extensión (partes extra partes) cartesiana y newtoniana, e incluso con explicaciones cuasimédicas y psiquiátricas del origen de las alucinaciones. Y es justamente allí donde Kant arremete contra la ausencia de justificación epistemológica de las visiones de Swedenborg donde se dan el lugar exacto y el momento concreto en el que empieza la invisibilidad cultural del gran hiperbóreo para la historia posterior. Invisibles serán, en efecto, los Reinos del Cielo y del Infierno para Kant, porque no se ajustan a las condiciones (trascendentales, calificará más adelante) de la materia alojada en las coordenadas espacio-temporales de la intuición sensible; invisibles, asimismo, los ángeles y los demonios que los habitan, al margen de cualquier funcionalidad simbólica[xiii] que pudieran cobrar para la conducta terrena del hombre; e invisible para la filosofía, en fin, toda superación de los límites del conocimiento humano; escribe Kant: “hasta ahora caminábamos como Demócrito en el espacio vacío hacia donde nos habían elevado las alas de mariposa de la Metafísica, y departíamos allí con formas espirituales. Ahora, puesto que la fuerza escéptica del autoconocimiento ha replegado aquellas alas de seda, nos volvemos a ver bajo el suelo de la experiencia y del entendimiento común. ¡Felices si lo consideramos como el lugar que nos ha sido asignado, del que nunca salimos impunemente y que contiene todo lo que puede satisfacernos mientras nos atengamos a lo útil!”
¿Qué será, pues, lo útil “bajo el suelo de la experiencia y del entendimiento común” para Kant? Eso es lo que nos importa ahora, lo que importaba al propio Kant y, según creo, lo que realmente importó de las lecciones de Swedenborg para los hermanos James en su tiempo. En concreto, lo que Kant denuncia en este librito como la motivación que subyace a la creencia en los ángeles es, obviamente, la esperanza de futuro, es decir, que la muerte no exista como tal y todo final sea un nuevo principio. Pero no ofrece, aquí, una alternativa a esa esperanza más que en los términos del provecho de la Razón humana -esclarecida por la filosofía académica, y no por meros aficionados- en este mundo, a la manera del viejo Francis Bacon. Como aún no ha concebido la división entre razón teórica y razón práctica, en esta etapa de su vida Kant tan solo recomienda la sencillez nacida de tener los pies bien plantados sobre la tierra. Si existe o no una recompensa ultraterrena para la virtud, al individuo únicamente le cabe esperarla, pero no, desde luego, obrar con el fin de obtenerla. Y Kant concluye citando el Cándido de Voltaire (esa nouvelle donde el polígrafo francés se burla de lo poco que podía saber de la filosofía de Leibniz): lo útil será cultivar nuestro jardín y trabajar… Más adelante, cuando Kant haya levantado la totalidad de su edificio crítico, su propuesta se formalizará en una práctica moral radicalmente ascética en nombre de la cual trazar los planes de una república de ciudadanos ilustrada, cosmopolita y pacífica. El ascetismo, curiosamente, no tenía cabida en el sentido swedenborgiano de la virtud: aquel que se encamine hacia Dios por vías de renunciación y sacrificio lo que obtendrá del Cielo será más renunciación y más sacrificio. Sin embargo, es desde el imperativo categórico que ordena pensar cada acto particular como si se alzase a ley universal que Kant intenta domeñar unos instintos, pasiones e inclinaciones humanas que condena como irremisiblemente patológicos. El progreso de la humanidad, así las cosas, pasará para Kant por un único sentimiento que apenas es un sentimiento, sino una reverencia enrarecida, el respeto, y sobre él, en tanto respeto a la dignidad conferida por el deber moral, apoyará toda la esperanza que al hombre le cabe albergar acerca de su futuro, un futuro sólo condicionadamente feliz y sólo hipotéticamente eterno. Entre tanto, una mosca bien real amenizará nuestro entendimiento…
Todavía en vida de su inspirador, el swedenborgianismo sembró iglesias en Inglaterra, Suecia y Alemania, y actualmente, casi 250 años después, aún se hallan por todo el mundo anunciándose y buscando adeptos también en la red[xiv]. Pero entonces fue un tal James Glen, que había sido miembro del grupo de lectores swedenborgianos de Londres, quien llevó a la ciudad cuáquera de Filadelfia y otros emplazamientos de EE.UU. algunos ejemplares de sus obras en 1784, y la llama prendió en personas como Henry James Senior (1811-1882). James descendía de una familia irlandesa que había hecho una notable fortuna en América, de suerte que tanto él como sus cinco hijos gozaron de una holgada posición de rentistas de la que podría decirse, con razón, que así verdaderamente da gusto convertirse al espiritualismo… Sea como fuere, a los trece años perdió una pierna tratando de apagar un incendio en un granero, lo que reafirmó su decidida tendencia al estudio. Poco faltó para que se hiciese pastor, pese a la oposición de su padre -que era presbiteriano-[xv], pero sus dudas en materia de dogma le hicieron abandonar, ante todo y sobre todo por la convicción que había adquirido a través de Robert Sandeman acerca de la completa igualdad de naturaleza de todo ser humano sin importar su origen o condición. Casó -él es el primer personaje de esta historia que no es soltero- y vio nacer a sus múltiples hijos en Nueva York un año antes de despertar al interés por las ideas de Swedenborg. Pronto hizo amistad con el citado Emerson, con Henry David Thoreau y con Thomas Carlyle, que fueron bastantes espiritualistas o “trascendentalistas” también cada uno a su modo, pero sólo la asiduidad del patafísico[xvi] sueco, y la crítica social del no menos fantástico Charles Fourier, pudieron colmar la zozobra religiosa que se removía en su interior desde la juventud. Como es previsible, también Henry James Sr. tuvo su personal experiencia mística, en Londres, tras el almuerzo, atizando el fuego, cuando sintió, en sus palabras, un terror absolutamente demencial y abyecto, sin causa señalable y sólo explicable, para mi perpleja imaginación, por algún tipo de forma maldita agazapada e invisible para mí dentro de los límites de la habitación, irradiando de su fétida personalidad influencias fatales para la vida. (Sin duda una descripción digna de su gótico compatriota H. P. Lovecraft, pero de cuya sinceridad, por lo que sabemos de su vida posterior, apenas tenemos motivos serios para descreer –lo que no quita, naturalmente, maliciar la sugestión de tantas vacilaciones y lecturas místicas como factor desencadenante de un curioso ataque de pánico…)
Desde entonces, Henry James Sr. dedicó el resto de su vida a escribir y hacer lecturas públicas de sus pensamientos, siempre en la línea de la obra de Swedenborg, de la que jamás se separaba. Defendió el divorcio -contra el propio Swedenborg, que presenció uniones en el Cielo- y la abolición de la esclavitud, abominó del materialismo y del egoísmo humanos en general y estadounidenses en particular. Entendía que la responsabilidad de todo mal en La Tierra recaía en su distanciamiento de Dios, y a su vez tal distanciamiento tenía su origen en la concentración exclusiva en el propio yo, o egocentrismo. El fundamento del Infierno es el egocentrismo, y el fundamento del Cielo es la hermandad, solía decir. Aunque su credo no conoció un gran predicamento entre sus contemporáneos, logró hacerse una gran fama como conversador y polemista, y se preocupó muy de cerca por la educación de sus hijos. Éstos viajaron desde muy niños a Francia, Italia, Suiza e Inglaterra. Cuando falleció, William James se hallaba lejos, trabajando en Londres, y aun sabiendo que nunca volvería a verle, redactó esta significativa y reflexiva carta de despedida a su padre:
En este misterioso abismo del pasado en el cual el presente pronto se sumirá para luego volver y volver, la tuya es todavía para mí la figura central. Toda mi vida intelectual deriva de ti; y aunque a menudo hemos disputado en la expresión estoy seguro de que en alguna parte subyacía una armonía en la que nuestros respectivos esfuerzos se combinaban. Mi deuda contigo va más allá de toda capacidad para valorarla –tan temprana, tan profunda y tan constante ha sido tu influencia. Buenas noches mi viejo y sagrado padre. ¡Si no vuelvo a verte más, Adiós, un bendito Adiós![xvii]
Henry James Jr. (1843-1916), apodado de niño “El ángel”, salió menos idealista que su padre, o al menos más proclive a los contrastes de la vida mundana. De todos sus hermanos fue el que supo sacar más partido a sus precoces viajes de aprendizaje por Europa, tanto que, aunque al principio pensó quedarse en Nueva York para dedicarse a la escritura, una vez que dejó Harvard enseguida emigró durante largas temporadas a distintas residencias del viejo continente –muy rentables existencial e intelectualmente, pues sólo en París conoció a Turgeniev, Daudet, Maupassant y Flaubert. Su gusto por el arte y las buenas maneras, y por frecuentar un mundo distinguido y de elevados sentimientos que comenzaba lentamente a desaparecer así se lo impuso, pues como recuerda su amiga la también escritora neoyorkina Edith Wharton en su autobiografía Una mirada atrás[xviii]…
“Lo cierto es que pertenecía irrevocablemente a la vieja América de la que también procedía yo, y de la cual podría decirse paradójicamente que para seguir sus últimas trazas hay que ir a Europa; como descubrí cuando mis amigos franceses e ingleses me dijeron, al leer La edad de la inocencia, que nunca se les habría ocurrido que la vida en Nueva York en los años setenta hubiera sido tan parecida a la de una ciudad catedralicia inglesa o de una ville de province francesa de la misma época. En cuanto a los disparates que decían los críticos de una generación posterior, que no habían conocido a James y menos aún el mundo en que creció, sobre que había empequeñecido su talento viviendo en Europa y comprendido su error demasiado tarde, como testigo que fui de sus largas estancias en América en 1904, 1905 y 1910, y de las reacciones que produjeron en él (expresadas en todas las cartas que escribió entonces), puedo afirmar que allí nunca se sintió en casa. Vino varias veces a The Mount y en cada ocasión se quedó bastante tiempo, y durante su larga visita a Estados Unidos, entre 1904 y 1905, también residió con nosotros en Nueva York; e impresionable como era siempre, interesado, curioso, y heroicamente receptivo ante las ideas nuevas, los aspectos nuevos, las personas nuevas, la nostalgia que tan conmovedoramente menciona en una de sus cartas a sir Edmund Gosse (escrita en The Mount) no se apagó ni un instante. Henry James era esencialmente un autor costumbrista, y las costumbres que por naturaleza y situación estaba capacitado para observar eran las del pequeño grupo de personas, evanescente ya, entre las que había crecido, o sus más pintorescos prototipos en otras sociedades más antiguas.”
Nostálgico o no, en sus novelas y cuentos trataba a los seres humanos bien como ángeles o bien como demonios -distinción perceptible ya en las más famosas e incluso cinematográficas de ellas, como Washington Square o Retrato de una dama-, pero unos y otros siempre orlados de ese aire de autosuperación, esmerada educación e inagotable ingenio que los hace casi inverosímiles para el lector actual. No es necesario recurrir a la monumental biografía de León Edel, ni tan siquiera a sus propios, líricos -y algo confusos, todo hay que decirlo- tres volúmenes de memorias personales, para adivinar que Henry James, hijo, era un señor aparte, en la práctica un espectador de la vida únicamente interesado en la verdad profunda de sus conocidos y de sus personajes (seguramente para él poca diferencia habría entre unos y otros…), sobre los que componía densas parábolas inspirándose en entornos preciosistas como Lisboa o Venecia. De sexualidad indefinida o no ejercitada, James no fue ese irritante snob que deploraba Bertrand Russell en su Historia de la filosofía Occidental -no obstante, algo de eso se insinúa también en la caricatura que hace de él Gore Vidal en Imperio-, primero porque la sociedad de aristócratas y ricos con los que se solía juntarse a menudo recibía su merecido en sus novelas (en La copa dorada, por ejemplo), y, después, porque nos consta lo mucho que disfrutaba de la obra, intercambio epistolar y compañía de grandes narradores de romance como Stephen Crane, R. L. Stevenson, Joseph Conrad o H.G. Wells[xix].
Se ha hablado demasiado de las “técnicas” que James inaugura y desarrolla para la literatura, como si el contenido concreto de cada una de sus fábulas tuviese escaso valor, pero pocas veces se examina su trasfondo. Un “punto de vista” es interesante como técnica literaria no en tanto que establece un límite para el narrador omnisciente, sino en cuanto puede ser ensanchado hasta abarcar la verdad completa de una situación dada. Hay puntos de vista oscuros y estrechos (Lo que Maisie sabía), o luminosos y amplios (La musa trágica): la cuestión de la historia a reflejar estriba en cómo hacer evolucionar a los primeros hacia los segundos si ello es, en la realidad, factible. En la realidad y no en la ficción, digo, puesto que esa fue siempre la preocupación de James: “la única razón para la existencia de una novela es que trate de representar la vida” (El arte de la ficción, 1888). Narrar es pintar un “cuadro en prosa”, afirma en ese mismo ensayo: me parece que le otorga envergadura el hecho de que tiene a la vez tanto en común con el filósofo como con el pintor; esta doble analogía es una herencia magnífica (…) una novela es, en su definición más amplia, una impresión personal de la vida: esto, para empezar¸ constituye su valor, que es mayor o menor de acuerdo con la intensidad de la impresión. Pero no habrá la menor intensidad ni, por tanto, valor alguno, si no hay libertad para sentir y decir. Es decir, el relato debe surgir de una “impresión directa” de la vida, que si es recogida por “una inteligencia que es hermosa” y que obra con entera libertad de tratamiento y estilo, dará lugar a una “novela sincera”. Por tanto, un punto de vista -o varios de ellos a la vez- no angostan el horizonte, sino que lo hacen justamente posible, abriéndolo, un horizonte dentro del cual “el ámbito del arte es toda la vida, todo el sentimiento, toda la observación, toda la visión…”
Sería, pues, absurda para James una psicología estática. De hecho, en lo que tienen de psicológicos sus argumentos son enteramente previsibles. La clave está en otra parte. En mi opinión, se trata de contar cómo unas situaciones crecen hacia otras, estudiando cada matiz de la transición. En El futuro de la novela, de 1899, después de rechazar todo relato de lo que “no ha sido”, escribe que la novela es el más exhaustivo y el más elástico de los cuadros. Se extiende a todo, lo acepta todo. Sólo necesita un tema y un pintor. Pero lo magnífico es que tiene por tema toda la conciencia humana. Y si se nos empuja un paso atrás y se nos pregunta por qué necesitamos la representación cuando el objeto representado es más accesible, la respuesta parece ser que el hombre combina con su eterno deseo de nueva experiencia una infinita habilidad para conseguir esa experiencia de la forma más barata posible. La robará siempre que pueda. Le gusta vivir la vida de otros, y, sin embargo, es bien consciente de los aspectos en que ésta puede parecerse demasiado intolerablemente a la suya propia. La fábula, en su vivacidad, más que nada, le da esta satisfacción con facilidad, le da conocimiento abundante, aunque vicario. Le capacita para seleccionar, tomar y dejar; así que, para sentir que puede permitirse no aprovecharla, debe tener una rara facultad, o grandes oportunidades, para ampliar la existencia -mediante el pensamiento, mediante la emoción, mediante la energía- de primera mano. La existencia, dice, no las posesiones materiales, por bellas, valiosas y meritorias que resulten, como se viene a moralizar en Los tesoros de Poynton.
Igualmente, se ha dado muchas vueltas a la postura de Henry James acerca de la relación entre los norteamericanos y los europeos. Es innegable que en sus primeros relatos (Roderick Hudson), el americano representa la inocencia, el candor y la franqueza, seducidas y malogradas por el retorcimiento, la máscara y la degeneración europeas. Pero sus novelas más veteranas establecen claramente una gran modulación sobre este enfoque tan bisoño, llevándolo a veces a su extremo contrario (La torre de marfil, inacabada) o, a mitad de camino, explorando recodos de perfecta armonización entre las viejas y las nuevas actitudes (Los europeos, todavía en los inicios). De hecho, como es sabido, finalmente Henry James se nacionalizó británico un año antes de su muerte, pretextando para ello la interesada inacción de EE.UU. en la Primera Guerra Mundial.
Dramaturgo fracasado y crítico brillante, Henry James nunca se hubiese ganado la vida como escritor. Sólo con su relato corto Daisy Miller conoció alguna resonancia en vida, además de alguno de sus sutiles cuentos de fantasmas de madurez. Fantasmas, claro está, nada góticos, nada chabacanos o grotescos, ya que James traducía en ellos espíritus, esencias de pasadas vidas, como si las almas de Swedenborg se aferrasen tercamente a este mundo. En los últimos años, James dictaba sus novelas a un amanuense, lo cual complicó su ya de por sí alambicada dicción en medida tal que el vertido de sus obras más ambiciosas (aquellas en las que León Edel descubre las trazas de la maestría) implica hoy por hoy el más difícil reto para un traductor diestro. Él mismo prologó y glosó su propia producción en la conocida como Edición de Nueva York, a la manera de quien hilvana un collar de perlas. Yo soy de la opinión de que sostener que la narrativa de James no es más que un mero canto al “buen tono” -vano como el Capitán Garfio de J. M. Barrie, que muere feliz de hacerlo al menos con buen tono-, no es más que hablar de oídas. La invisibilidad de Henry James, como la de sus fantasmas, reside en esa acendrada elegancia y austeridad de tejer un palacio de seda tan delicado como vulnerable, un hogar de sensibilidad y refinamiento que no se impone, que no violenta, y que por ello mismo resulta tan fácil pasarlo por alto como cultivarlo con devoción.
La filosofía, sin demasiado riesgo a equivocarse, se puede definir grosso modo como la actitud del amor por el saber, como su propio nombre indica[xx], pero no necesariamente por lo sabido, a no ser en su calidad precisamente de agenciado por el saber. Semejante actitud permanece invariable desde Platón hasta Hegel, pasando, naturalmente, por la reflexión crítica de Kant. El tema de la filosofía se vuelca gradualmente más hacia el mundo concreto, empírico, donde las moscas reales zumban e incluso se posan en alguna parte del cuerpo del filósofo interrumpiendo su meditación. Pero la reacción del mismo no cambia: por mucho que este mundo de experiencias imperfectas, transitorias y absurdas pase a ser el objeto de su pensamiento, la misión de la especulación consiste ahora y siempre en trascenderlo a un plano superior, el del saber, donde adquiere rango de universal teórico y postulado práctico. Mientras que la mosca en sí, la mosca nouménica, no es más que un dato caótico de los sentidos, la mosca categorizada, la mosca fenoménica, es o está en condiciones de ser útil a los Intereses Generales de la Razón. El mundo tal y como se presenta a una experiencia sin elaborar, virgen, resulta in-mundo para la conciencia filosófica. Así, pocos espíritus en la edad moderna han sentido la necesidad de ponerse de parte del mundo antes que de la Razón, de lo sabido antes que del saber. Entre esas excepciones, que han intuido un posible ángel en la “cosa en sí” al cual la Razón debe primariamente hospitalidad a la hora de ponerse a actuar, o dicho con otras palabras, para los cuales la experiencia tiene la primera y la última palabra en el proceso racional del hombre, figura el nombre de William James (1842-1910), el mayor de entre los hijos de Henry James Sr., y el camino para llegar hasta allí le resultó arduo, tremendamente arduo… (entre otros factores, porque tenía que asimilar el swendenborgianismo de su padre, como vamos a ver).
William recibió, como sus hermanos, una educación especial de tutores particulares que, a causa de los viajes, duraban poco tiempo, por lo mismo que apenas permanecían breves periodos en escuelas privadas, ya que principalmente aprendían de su docto padre, que incitaba a todos sus vástagos a leer, escribir y consagrarse a actividades artísticas. Era usual que Henry James Sr. llevase con él a toda la familia allí donde iba, estimulándoles insistentemente para la conversación y la inquisición de todo, incluso acerca de las bases de la moral convencional. Así, William desarrolló desde muy temprano un vasto y diverso repertorio de talentos académicos, sociales, idiomáticos y artísticos. Pero está visto que no se puede ser rico e intelectual a la vez (aunque pobre e intelectual tampoco resulte muy alentador…), porque William, siendo el mayor y aparentemente el más dotado, acusaba la presión y se sentía cada vez más angustiado por la pluralidad -esa es la palabra exacta- de posibilidades que se abrían ante él respecto de lo que llamaba la “terrible responsabilidad de la elección de una profesión”. Por otra parte, Henry era claramente el preferido de mamá, y por su dócil y sereno carácter se le exigía menos. De modo que a los dieciocho años William se resolvió por una formación como pintor, práctica que no se le daba nada mal, a la vista de los retratos que nos ha dejado. El problema era que su padre estaba empeñado en que siguiese una carrera científica, y aunque William consiguió en principio imponer su criterio, luego desistió por no dar un disgusto a su padre. Bajo la racionalización de que no hay nada más deplorable en el mundo que un mal artista, abandonó la pintura, hecho del que se arrepentiría mucho después –probablemente con la comprensión de Henry, para el cual, como vimos, la literatura era como un “cuadro en prosa”.
En 1861 William y Henry trataron de alistarse en las filas de la Unión para participar en la Guerra de Secesión, pero su padre, una vez más, se opuso. Entre que tampoco insistieron demasiado (algo de lo que William se sentiría culpable durante mucho tiempo), y que enseguida cayeron enfermos, tan sólo fueron al frente los hermanos menores, considerados menos valiosos por Henry Sr. El padre, en efecto, era menos intachable de lo que parecía y de lo que hemos referido aquí, pero nunca sabremos bien hasta qué punto sus hijos fueron conscientes de ello. Una cierta revisión de su vida es oportuna ahora, ya que la lucha existencial de William James fue en gran medida una lucha de aceptación y rechazo simultáneos de su padre. La verdad es que Henry Sr. fue desheredado por su respectivo padre en su mocedad por desear una religión a su medida, a lo que respondió poniendo un pleito al respetable abuelo mientras se dedicaba a malgastar lo que tenía bebiendo y jugando. Huyó del colegio y se puso a trabajar como corrector de pruebas para después buscar la reconciliación con el padre cursando la carrera de Derecho, pero de nuevo la rebelión contra la ortodoxia presbiteriana de Princeton (en realidad, contra toda ortodoxia institucional) le malquistó con él. No obstante, rompió el testamento de su padre y consiguió recibir su parte de la herencia. Fue entonces cuando sufrió aquel ataque de pánico que una señora de un balneario donde se recuperaba le ayudó a asumir como una “devastación” swedenborgiana... En fin, sus opiniones sobre las mujeres, los negros, el catolicismo o la religión judía fueron degenerando desagradablemente, y en una carta de William a Henry de 1869 sobre el libro de su padre El secreto de Swedenborg escribe que baste decir que muchos puntos que antes me resultaban incomprensibles por ser posiblemente erróneos, ahora tengo la certeza de que son del todo erróneos… Su ignorancia del modo de pensar de otros hombres, y su frío desinterés por las dificultades de ellos es fabuloso en un escritor de tales temas.
Sin embargo, William nunca dejó de admirarle. Como él quería, estudió una carrera científica, Medicina. Pero incluso después de tomar esa decisión naufragaba en un mar de dudas (toda su vida fue un indeciso crónico), de modo que interrumpió sus estudios para ir a Brasil con la expedición geológica Thayer junto a Louis Agassiz, eminente naturalista suizo establecido en Estados Unidos. Esas dudas, la depresión y la inseguridad retornaron para sugerirle que lo suyo no era recoger y clasificar especímenes bajo la férula de un anti-darwinista, sino la especulación pura, como su padre, después de todo “el más sabio de todos los hombres que había conocido”. De manera que en ese mismo 1869 se graduó en Medicina en la Medical School de Harvard y marchó inmediatamente a Europa, donde entró en otro período de hundimiento que le obligó a replantearse sus más recientes determinaciones. El gran paso se dio en abril de 1870, cuando, tras leer a Charles Renouvier y cartearse con él, decidió, casi fichteanamente, que “mi primer acto de libre voluntad será creer en la libre voluntad”, a diferencia de lo que había aprendido hasta entonces en Harvard y que denominaba “materialismo médico”, y a favor de la afirmación de uno mismo y la propia energía creativa. Si sus estudios obligaban a pensar todo acto consciente como resultado de modificaciones fisiológicas, y si Herbert Spencer o Hyppolyte Taine estaban hablando a la sazón del determinismo natural e histórico respectivamente, William optaba por el liber arbitrio eviterno de Swedenborg, Renouvier y más tarde Bergson. Colmaba con ello hasta cierto punto la urgencia personal de confiar en su acción individual, pese a los sermones de su padre en contra del egocentrismo y acerca de la insignificancia de las morales terrenas temporales. Quizá por ello denominó a esta nueva resolución suya “ultragótica”, pensando en lo que le alejaba del clasicismo académico. Sumado a ello, formó parte en enero de 1872, junto a C.S. Peirce, el jurista Oliver Wendell Holmes, el ágrafo Chauncey Wright y otros -la mayoría gente que sí había hecho la guerra- de la fundación del Metaphysical Club, cuyos debates, junto con los que entabló con Josiah Royce un año después de la muerte de su padre, evitaron sus tentaciones de suicidio y comenzaron al fin lentamente a sanar lo que él mismo llamó después un “alma enferma, nacida dos veces”. William James se había fijado una meta definitiva: ser filósofo. Pero las aprensiones nunca cesaron del todo, de manera que volvió a Harvard, donde le ofrecieron un puesto como profesor de Fisiología. Aceptó y comenzó su carrera como profesor universitario a la edad de treinta años. La relativa estabilidad emocional que esto le proporcionó le permitió en 1878 casarse, tras algunos titubeos, con Alice Howe y tener seis hijos, uno más que su padre…
Strout dice que hasta los cincuenta y siete años James no se sintió dispuesto a asumir con todas las consecuencias esa vocación de filósofo definida en la juventud, pero en mi opinión olvida todas las publicaciones previas que realizó y la ingente erudición que suponían. Su colega Royce representó en su vida madura el papel de su padre, al oponerle un frente monista extraído de Hegel con el que polemizar. Pero es cierto que el pánico al fracaso (que él asociaba a un ser verde y viscoso olvidado por todos: su devastación swedenborgiana particular), o simplemente a estar haciendo una vida ridícula o anodina, no le abandonó más que al final de su vida, pese a sus posteriores mudas de piel hacia el estudio de la psicología y luego de la filosofía, disciplinas ambas en las que cosechó un considerable éxito. Aquellos que escuchaban sus conferencias o que le conocían personalmente hablaban de un hombre siempre afable, cordial, gran comunicador y hasta carismático, pero del todo imprevisible. Tanto su irregular educación infantil, de la que solía lamentarse, como sus constantes virajes hicieron de William James un sujeto cortésmente inconsistente. En 1884 había publicado El legado literario del difunto Henry James, en homenaje a la opresiva e incluso aplastante figura de su padre -creo personalmente que ningún padre debería darse tantos aires ante sus hijos-, del cual sólo se vendió un ejemplar en los seis primeros meses. No obstante, en 1891 escribía a su hermana Alice, cercana a morir de un cáncer de pecho, que en lo que respecta a temas de vida después de la muerte nuestro padre hallaría hoy en mí un oyente mucho más receptivo. Fue el gran embajador a todos los efectos de la psicología y filosofía norteamericanas en Europa -ocasiones que aprovechaba para visitar las distintas casas de Henry-, y como habitualmente resulta poco grato matar a la estrella de nuestro relato tras un recorrido tan sumario por su vida, dejaré que lo haga por mí un famoso colega suyo psicólogo, aquel que en sus inicios practicó apasionadamente el mesmerismo de raíz swedenborgiana[xxi]: Mi encuentro con el filósofo William James me dejó también una duradera impresión. Yendo de paseo un día con él, se detuvo de repente, me entregó una cartera que llevaba en la mano y me pidió que me adelantase, prometiendo alcanzarme en cuanto dominase el ataque de angina de pecho que sentía próximo. Un año después moría en uno de esos ataques, y desde entonces me he deseado un análogo valor ante la muerte -Sigmund Freud, Autobiografía.
(Antes de fallecer, William tuvo tiempo de pedirle a Henry que permaneciera seis semanas más en Cambridge después del entierro, por si le era posible comunicarse con él desde allende la muerte).
Excipit
Se ha dado a entender a veces que la obra de William James no es más que un reflejo de sus anhelos y carencias vitales. Su epígono John Dewey, por su parte, opinaba que sólo esa beautiful mind pudo, por sus excéntricas características y anormal educación, mantenerse abierta hasta el último instante para alterar sus anteriores concepciones cuando lo creía necesario. No voy a terciar aquí en tales debates. Lo que me importa ahora es el valor, la procedencia y la vigencia de sus ideas en relación con el credo de su padre y, en última instancia, de Swedenborg; en lo que se refiere a la persona o a la verdad del pragmatismo, que al término sea el caviloso lector quien juzgue.
Así, Principios de psicología tardó doce años en gestarse, no sin sufrimientos. Después de la corriente o flujo de conciencia, la idea más célebre del libro es la conocida como “hipótesis somática de James-Lange” (por el danés Carl Lange, que la propuso simultáneamente), la cual propone que, contra lo que se piensa, “nos sentimos tristes porque lloramos, estamos enfadados porque golpeamos, tememos porque temblamos…” Es decir, no hay por qué suponer que William James, por ejemplo, creía que el remedio cuando se está triste es hacerse deliberadamente cosquillas, sino únicamente que la fisiología interviene en iguales términos que la psyché en el surgimiento de la emoción, dando así por caducado el rancio dualismo filosófico de la independencia recíproca entre cuerpo y alma (esa extraña alianza, según George Santayana, entre un autómata y un espectro). Todo estado vital es a la vez un estado de conciencia y un estado del organismo, mediados por la configuración del cerebro y el sistema nervioso[xxii]. Una emoción cualquiera tiene lugar cuando se dan las condiciones adecuadas de ánimo y fisiología, e igualmente deriva secuelas para ambas. Hablamos, por tanto, específicamente de una “mente” en el sentido preciso de que las acciones del cuerpo se dirigen a ciertos fines y para ello escogen ciertos medios. O sea: designamos como mental aquella función del cuerpo que muestra una intencionalidad teleológica en el ser vivo. Y James en esta fase de su trayectoria todavía entiende que tal intencionalidad resulta adaptativa en los parámetros de la selección natural darwiniana –por consiguiente, en tanto supone una utilidad para la vida, pero también para la vida individual. De esta manera, distingue entre el “Mi” o yo material (el yo empírico de Kant), el “Mi” social y, más allá del materialismo médico, un “Mi” espiritual.
El tratado, en dos volúmenes, conoció un gran éxito internacional a partir de su publicación en 1890. Entonces William James volvió su atención hacia la psicopatología experimental francesa del subsconsciente, y en 1896 impartió las Lowell Lectures sobre estados mentales excepcionales, una serie de conferencias cuyos títulos fueron Sueños e hipnotismo, Automatismo, Histeria, Personalidad múltiple, Posesión demoniaca, Brujería, Degeneración, y Genialidad. Las cuatro primeras convirtieron a James en el adelantado de una moderna psicología dinámica del subconsciente, mientras que el resto se incardinaban en el plano social, tres años antes de la virtual fundación del psicoanálisis por Freud en La interpretación de los sueños. La tesis general de las Lowell Lectures, que quedaron inéditas, consistía en postular que en la personalidad coexiste un espectro de niveles que van desde la cotidiana conciencia despierta hasta la total opacidad del inconsciente, ese invisible humano. Pero la esperanza de alcanzar alguna satisfacción precisamente personal sólo con esta modalidad de psicología ampliada, por innovadora o fructífera que fuese, era vana. “Personal” para James, y, desde su punto de vista, “personal” para cualquiera, pues la experiencia del individuo concreto es el punto nodal de condensación de realidad al que el filósofo debe atender, a despecho de las abstracciones impersonales de la ciencia. A este respecto, en 1897 aparece el conjunto de ensayos que llevan el título del primero de ellos, La voluntad de creer. Allí, James se enfrenta a la pregunta más ambiciosa, más honda y más dura desde la perspectiva existencial: ¿merece la vida ser vivida?
El interrogante surge de esa melancolía especulativa que considera los males del mundo como un todo pero sin aceptar una respuesta religiosa. En tal caso, James apelaría a la curiosidad instintiva, al espíritu de lucha y al honor (e incluso apunta una vaga línea de fuga política, muy en el espíritu de la Declaración de Independecia: “la vida merece ser vivida, no importa lo que nos depare, si podemos llevar esa clase de combates a un buen final y poner la bota en el cuello del tirano”), pero siempre contra un mal parcial, local, el más próximo a uno. Porque si lo que enfocamos es el drama de la Historia Universal, James, replicando los Data of Ethics, de Sir James Spencer, estima de una hegeliana reconciliación final, o de una república cosmopolita kantiana futura y efectiva, que si éste fuera todo el fruto de la victoria; si las generaciones humanas hubieran sufrido y entregado sus vidas; si los profetas hubieran confesado y los mártires cantado entre las llamas, y todas las lágrimas sagradas hubieran sido vertidas con el único fin de propiciar el auge de una raza de criaturas tan incomparablemente aburridas, y para que prolongaran in saecula saeculorum sus autosatisfechas e inofensivas vidas… bueno, en tal caso casi sería mejor perder la batalla, o al menos bajar la cortina antes de la última escena, para evitarle un final tan singularmente chato a una empresa que conoció tan grandioso comienzo[xxiii]. (Tal reflexión pudiera parecer groseramente frívola o demasiado romántica -“ultragótica” en su lenguaje- tratándose del incalculable dolor del devenir, pero se debe tener en cuenta, en mi opinión, que lo que se pondera es la desproporción, es decir: no habría proporción posible entre la gravedad de aquel dolor y lo plano de su resultado final).
En cualquier caso, otra posible opción para esclarecer si la vida merece ser vivida es aceptar la respuesta religiosa, que es la vía asumida y recomendada por James. Desde este planteamiento, entiende que un panteísmo o una teodicea, como lenitivos del problema del mal en conjunto, dejan mucho que desear. Así que se define como supernaturalista, es decir, como la declaración de que el llamado orden de la naturaleza, que constituye la experiencia de este mundo, es sólo una porción del universo total, y que más allá de este mundo visible se extiende un mundo invisible del que no tenemos ningún conocimiento positivo, pero en relación con el cual debe buscarse el verdadero significado de nuestra vida mundana presente. Quizá, conjetura, seamos tan inferiores respecto de una Conciencia Superior como los animales lo son respecto de nosotros, lo cual nos hace ser ciegos a todo un universo de sentido de igual manera que el perro lo es respecto de las acciones de su amo sobre él. Pero esta es sólo una opción, y como opción subsiste en el pensamiento de James. No obstante, es una opción tal que, en lo que tiene de puramente formal, pudiera dar perfecta cabida a todas las especulaciones más o menos visionarias de Swedenborg o de su padre. Kant, sin duda, lo tacharía de claro retorno o retroceso a la metafísica, pero James escribe precisamente sobre él en el apéndice I a Pragmatismo que a mi juicio, el auténtico progreso filosófico no consiste en pasar a través de Kant, sino en pasarle de lado, y situarse en el punto en que hoy día nos encontramos.
De hecho, a poco menos de un año de su muerte, William James se carteó con el ministro swedenworgiano John Whitehead[xxiv] sobre su impresión acerca de la obra del sueco después de tantos años de carrera filosófica propia, a lo que el aludido respondió tan escueta como sinceramente que
Mi problema con Swedenborg es la escasez de categorías a las que él trata de sacar tanto rendimiento, “amor”, “sabiduría”, “entendimiento”, etc., y el curioso espíritu de iglesia de su imaginación. Él no era lo que llamamos un analista crítico, por tanto yo no puedo utilizar sus categorías o términos, aunque disfruto su tranquila serenidad y su sabiduría moral o metafísica. En todo automatismo los hábitos pre-establecidos del cerebro del médium determinan la forma de sus declaraciones. ¿Podría usted hacer algo para desenredar lo accidental de lo eterno en la filosofía de Swendenborg? ¿Pero por qué él tuvo que ser tan prolijo y tan plano –tan sin énfasis? Mi padre hubiese dicho “insípido con veracidad” (los subrayados de modestia del “mi” y el “yo” son suyos).
Es claro que sería necio de parte de James suscribir en su literalidad una doctrina que sus minuciosos estudios habían dejado ya muy atrás, pero el núcleo (lo que “de eterno” hay en Swedenborg, “su serena tranquilidad”, “su sabiduría moral y metafísica”…) permanecía intacto, tanto por motivos biográficos como por razones pragmáticas. Prueba de ello fue la línea de investigación que abrió a continuación, rematada en las conferencias de 1902 a las que dio el nombre de Las variedades de la experiencia religiosa. En ellas se propuso acoger “el clamor de mi padre: que la religión existe”. La significación de la religión en este tratado -y de un modo inequívocamente protestante-, reside en experiencias exclusivamente individuales y como inquietud por el destino privado, documentadas en un gran número de casos. El subconsciente opera aquí como un “portal dimensional” desde el cual el yo se comunica excepcionalmente con lo numinoso, siendo cargado de un enorme caudal de energía y de esperanza. Esos estados místicos, sin embargo, tienen un aspecto objetivo, que es su tremendo valor para la vida, en medida tal que se cuentan “entre las funciones biológicas más importantes de la humanidad”. La publicación del libro produjo cierto escándalo, por cuanto James defendía el libre ejercicio de curanderos o sanadores (healers) y de terapias como la curación mental (mind-cure). No obstante, en sus palabras epilogales el autor se permite opinar a título personal que el afán de inmortalidad no puede ser el mejor motivo para la religiosidad, y, a favor del antiguo politeísmo, que “una filosofía última de la religión habría de considerar la hipótesis pluralista más seriamente que hasta ahora”. James coqueteaba con la idea de un dios finito cuyo ser necesitaba de la lealtad de los hombres, pero no descartaba que tal dios no fuese el único…
Y, dice en el prefacio a La voluntad de creer (título, por cierto, que siempre deseó cambiar por “El derecho a creer”), en esto consiste el pluralismo, expresado en términos algo rapsódicos. Quien adopta como hipótesis la idea de que ésta es la forma permanente del mundo es lo que llamo un empirista radical. Para él, la experiencia en bruto es un elemento imperecedero de la misma. No hay ningún punto de vista desde el cual el mundo pueda aparecer como un hecho absolutamente unitario. Las posibilidades genuinas, las indeterminaciones genuinas, los comienzos genuinos, los finales genuinos, los males genuinos, las crisis, las catástrofes y las salvaciones genuinas, el Dios genuino y la vida moral genuina, concebidos exactamente como lo hace el sentido común, siguen siendo concepciones válidas para este empirismo, que abandona todo intento de “superarlas” o de reinterpretarlas en formato monista [xxv]. El pluralismo, en verdad, es el tema central de las conferencias Lowell de 1907 tituladas Pragmatismo, un nuevo nombre para algunas viejas maneras de pensar, y también de sus pocos trabajos posteriores, más allá del mero utilitarismo de Bentham o Mill con el que en ocasiones se le confunde y malinterpreta. Allí concibe la “experiencia posible” no como un universo en bloque que puede ser comprehendido sinópticamente, como pretendía, por ejemplo, Royce, sino como “trozos” unidos por conexiones parciales a veces de conjunción y otras veces de disyunción. El pragmatista, dice, piensa más bien en términos de multiverso: “¿por qué ha de ser “el uno” más excelente que el “cuarenta y tres” o que el “dos millones diez”?” De hecho, todos vivimos “en tiempos y espacios plurales, amalgamados y durcheinander (entremezclados)”. Las ideas como experiencias llegan a ser verdaderas sólo en cuanto que nos ayudan a entrar en relaciones definidas con otras partes de nuestra experiencia. Así, lo que el pragmatismo como método -del “empirismo radical” en tanto ontología, un tecnicismo que James nunca emplea- afirma son creencias que funcionen en términos humanos: las ideas que adquieren sentido y que están de acuerdo con otras creencias previas son verdaderas, independientemente de si son científicas, metafísicas o religiosas.
En resumidas cuentas, la filosofía definitiva de William James consiste en dejar que el mundo juzgue a la propia filosofía, en vez de hacerlo, como quiere el racionalismo intransigente, al revés, cerrando además aquel el paso al relativismo. El mundo sí habla, al contrario de lo que afirma Richard Rorty al comienzo de Contingencia, ironía y solidaridad, pero únicamente si antes se ha lanzado sobre él una -¡o múltiples!- proyecciones humanas. Así, pese a Kant, “la experiencia, como sabemos, tiene modos de salirse y hacernos corregir nuestras actuales fórmulas”. El pensamiento no puede pretender ser “el espejo de la naturaleza”, puesto que “el sujeto cognoscente es un actor que, por un lado, codetermina la verdad y, por el otro, registra esa verdad que ayuda a crear”. Kant dejó escrito en Ideas para una historia universal en clave cosmopolita que gracias al arte y la ciencia somos extraordinariamente cultos. Estamos civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos modales. Pero para considerarnos moralizados queda todavía mucho. Pues si bien la idea de la moralidad forma parte de la cultura, sin embargo, la aplicación de tal idea, al restringirse a las costumbres de la honestidad y de los buenos modales externos, no deja de ser mera civilización. No se ve cómo una pedagogía de la honestidad y de los buenos modales pueda ser “exagerada”, o representar una “mera” civilización. El empirismo radical, en tanto pluralista, exige esas cualidades como esenciales, prácticamente estructurales a la génesis de la sociedad del porvenir porque se sabe una perspectiva más de un vasto horizonte de posturas y posibilidades tanto presentes como futuras. “Que se pueda ser al mismo tiempo falibilista y antiescéptico es, tal vez, la única intuición fundamental del pragmatismo norteamericano”, apunta Hilary Putnam. No menos, hace también compatible, como en la novelística de Henry, la hipótesis más hermosa con la experiencia más concreta: el ángel invisible y la mosca real, Swedenborg y la inmanencia… Lo Desconocido está a nuestro alrededor, entre nosotros y en nosotros mismos (también lo están los magos que aspiran a descifrarlo: Aleister Crowley murió -o no…- en 1947), y no puede ser enteramente excluido, como programaba Kant, si podemos arriesgar la coexistencia de diferentes verdades entrelazadas en conductas sociales comunes y validadas consensualmente.
¿Y no era esta convivencia democrática El Sueño Americano, o se trataba tan solo de dinero?
[i] Naturalmente, no sólo en la mía, como lo prueba el magnífico libro que fue Premio Pullitzer de Historia para Louis Menand en 2002, El club de los metafísicos - Historia de las ideas en Estados Unidos, editado en Destino.
[ii] Sin embargo, V. W. Brooks albergaba muchos recelos ante la valoración positiva de la obra de Henry y William James, como por otra parte acerca de casi todo: era de ese tipo de personalidades contenciosas y poco contentadizas.
[iii] Ya el propio Leibniz en el s. XVII trataba de mostrar frente a Locke en Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano que “el alma jamás descansa”, puesto que no sólo la consciencia en vigilia constituye la vida de la mente.
[iv] En el volumen compilatorio Filósofos y estadistas, editado en F.C.E, 1976, Cushing Strout analiza en el capítulo consagrado a nuestro autor los problemas vitales e intelectuales de William James (y también sus aciertos) desde el punto de vista psicológico, tanto psicoanalítico como desde la teoría weberiana del líder carismático.
[v] Es decir, en latín estricto: extrañas, extranjeras. La “angelología” es una ciencia arcana que, inaugurada textualmente por el Pseudo Dionisio, aún se practica, al igual que aún se crea y estudia teología, tanto católica como protestante, con la salvedad de que aquella pertenece más bien a círculos herméticos. Es posible que el origen de los ángeles (mensajeros en griego) resida en la asimilación forzosa por parte del cristianismo del panteón pagano.
[vi] Siguiendo la mofa de Nietzsche cuando se refería a Kant como “el chino de Königsberg” -supongo que por su tremenda capacidad de trabajo, pero nunca se sabe…-, pero elevándolo ahora a la categoría de gran emperador.
[vii] A este respecto, hay que apuntar la conversión del nada estúpido en otras lides guionista de cómics Alan Moore a la llamada Magia del Caos, y su más bien voluntarista culto exclusivamente personal a la serpiente romana Glycón.
[viii] Aunque no es exactamente lo mismo, deismo y teismo tienen caracteres comunes. En su expresión teórica aparecen ya potencialmente en la filosofía de Descartes bajo la doble admonición tácita a pensar a Dios a imagen y semejanza del hombre y admitir que Él, en todo caso, habla nuestro mismo lenguaje. Así, el Dios de los filósofos ilustrados es más bien un superhombre (para el übermensch de Nietzsche sería mejor traducción “ultrahombre”).
[ix] Por usar la terminología del propio William James en la primera conferencia de Pragmatismo, en Alianza.
[x] Hablando de Borges, si no se quiere acudir a la escasa obra publicada en castellano de Swedenborg, el argentino suministra su propio y ameno resumen en Borges, oral, de 1979, y antes, el poema que le dedica en El mismo, el otro.
[xi] En efecto, escribía en 1763 (tres años antes de su diatriba) a Carlota von Knobloch: “Espero con impaciencia el libro que Swedenborg piensa publicar en Londres. Se han dispuesto todos los medios necesarios para que yo lo reciba tan pronto como salga de la imprenta.” La genealogía de un gran racionalista es siempre algo más que heterodoxa…
[xii] En castellano en el volumen de crítica, ensayo y biografía La imaginación literaria, editado en Alba clásicas.
[xiii] Para una defensa de Swedenborg en este sentido mirar: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/lameiro58.pdf
[xiv] La más completa me parece: http://www.swedenborg.es/quien_era_swedenborg/quien_era_swedenborg.htm
[xv] No es lugar este para desenmarañar la selva de confesiones evangélicas que brotan y brotaron en EE.UU., pero encuentro acertado el comentario que reza que todas ellas son intentos de ser más protestantes que el protestantismo.
[xvi] Conforme al magisterio de Alfred Jarry, patafísica es, sobre todo, “la ciencia de las soluciones imaginarias”.
[xvii] La traducción del inglés de los testimonios de Henry James padre y William James es responsabilidad mía.
[xviii] Ediciones B, págs. 200-201. Pese a que la escritora titula un capítulo entero de sus recuerdos a la memoria de Henry James, en las páginas siguientes le retrata sibilinamente como incapaz de usar otro material para sus novelas que el antedicho, de sedentario, de tartamudo y víctima de los tics, de obeso, de neurótico, de remilgado, de reacio a encajar una crítica literaria pero duro crítico con las obras de los demás, de torpe para la vida cotidiana y para el trato social, de hipersensible, de frustrado en su deseo de ser un best-seller… A cambio, Wharton le concede cierta habilidad para las bromas y se hace lenguas de sus dotes de conversador y recitador, todo, eso sí, con mucho cariño.
[xix] Romance es la manera como James denomina al tipo de relato que hoy agrupamos, tal vez injustamente, como novela de acción o de aventuras. Wells, que como la mayoría de los escritores fue ingrato, dijo luego que la farragosidad de la fraseología de Henry James era como el intento de un elefante por coger una margarita.
[xx] Aunque el término philía significa más bien amistad, desdichadamente la amistad no goza entre nosotros de la popularidad suficiente hoy como para justificar una traducción más exacta de la más célebre expresión griega.
[xxi] El mesmerismo, en efecto, nace de un contemporáneo de Swedenborg, Franz Antón Mesmer, y de sus teorías del magnetismo animal, de las cuales surgieron tiempo más tarde, y con gran éxito, las prácticas del hipnotismo.
[xxii] Bergson se figurará el cerebro como un director de orquesta: no toca ni compone, pero coordina el conjunto.
[xxiii] Aunque la doy después, esta última cita pertenece a “El dilema del determinismo”, que es una conferencia anterior en once años a “¿Merece la vida ser vivida?”, de 1895, ambas pertenecientes a la compilación La voluntad de creer y otros ensayos de filosofía popular, Marbot editores, traducción castellana de 2009 por Ramón Vilà Vernis.
[xxiv] Carta manuscrita del 31 de diciembre de 1909 desde Cambridge encontrada hace pocos años entre los archivos de aquella sociedad swedenborgiana relativos a la obra de Henry James Sr. y que yo traduzco aquí como creo mejor.
[xxv]Charles Dickens contó por carta en su juventud como, una noche en la que sufría grandes preocupaciones por la salud de la hermana de su mujer, Mary Hogarth, habló en sueños con un espíritu (Peter Ackroyd, Edhasa, 2011.):
-¡Respóndeme a otra pregunta! ¿Qué religión es la verdadera o acaso piensas, como yo, que la forma que adopte es lo de menos con tal que tratemos de hacer el bien? ¿Es la Iglesia católica romana la mejor, porque nos lleva a pensar en Dios con más frecuencia y a creer en él con más firmeza?
-En tu caso, es la mejor.