Una breve introducción a Husserl, Heidegger y Gadamer
Alejandro Escudero Pérez (UNED)
1. Husserl
1.1. Contexto histórico del proyecto husserliano
Las tres primeras décadas de la filosofía en el siglo XIX estuvieron marcadas por el predominio del Idealismo alemán, es decir, por figuras como Fichte, Schelling y Hegel (aunque hay que incluir aquí, en la órbita del Idealismo alemán, también al Romanticismo, con autores como Novalis, Schiller, Schlegel, etc.). El Idealismo alemán recogía a su manera la herencia de Kant, pero exagerando siempre las prudentes y mesuradas tesis del autor de la Crítica de la razón pura. La base del idealismo kantiano estaba en el concepto de “finitud de la razón”: la razón humana es limitada; en cambio, sus inmediatos herederos -Fichte, Schelling, Hegel- pusieron el énfasis en lo que denominaban “lo Absoluto”, añadiendo que lo absoluto está en el Espíritu humano único y universal (la consecuencia central de esta afirmación está en “endiosar” al Hombre: en convertirlo en algo semejante al Dios del cristianismo -un Dios único, creador de todo, omnisciente y omnipotente, fuente de la Verdad, el Bien y la Belleza, etc.).
La segunda mitad del siglo XIX está definida, en cambio, por un rechazo expreso de los excesos especulativos del Idealismo alemán. Así, surgieron dos corrientes que se oponían a estas exageraciones espiritualistas: el positivismo en Francia y, en Alemania, el neokantismo. El positivismo -que arranca con autores como Comte o Spencer- es, ante todo, un cientificismo: es la defensa de que el Progreso de la Cultura Universal tiene que estar guiado exclusivamente por la Ciencia y por sus aplicaciones técnicas en la industria (esta corriente filosófica, a pesar de renegar del idealismo, comparte con él su núcleo humanista pues considera que gracias a la tecnociencia el hombre domina la naturaleza y la pone a su servicio: el positivismo, por lo tanto, se sostiene sobre un antropocentrismo y un antropocentrismo que ya encontramos en Kant). En Alemania, además de un cierto auge del positivismo (que se expande hasta arraigar en el Círculo de Viena), se desarrolló desde finales del siglo XIX un neokantismo; en las Universidades de Marburgo y Baden se volvió a defender el mesurado idealismo kantiano a la hora de explicar el conocimiento y desarrollar una moral o una estética.
En este ambiente el matemático Husserl fundó una corriente a la que denominó “fenomenología”. Husserl no estaba de acuerdo ni con el positivismo ni tampoco con el neokantismo. La primera obra significativa de este movimiento filosófico se publicó en 1900 con el título Investigaciones lógicas; en ella Husserl realizaba una aguda crítica del “psicologismo lógico”. En el psicologismo lógico se pretende explicar el razonamiento lógico a partir de los hechos psíquicos estudiados por la psicología experimental, pero, sostiene Husserl, la lógica es una ciencia ideal y pura en la que la validez de sus leyes no puede depender solo de la “mente humana” (las leyes de la lógica -el principio de identidad o el principio de no contradicción, etc.- no se pueden “reducir” a leyes psicológicas -entre otras cosas porque para que la propia psicología pueda ser considerada una ciencia tiene que respetar estas leyes). Pero aunque la fenomenología de Husserl comenzó siendo independiente tanto del positivismo como del neokantismo a partir de 1910 se decantó por seguir en adelante una orientación idealista; esto implica sostener, como se ha dicho, que el fundamento está en el Sujeto humano (es la tesis de Kant, en el fondo); por lo tanto, y es lo que Husserl creyó que tenía que defender, todo se entiende y se explica aplicando -sea en el terreno del conocimiento o en el de la moral- el Modelo “Sujeto → objeto” (el Sujeto humano -único, universal- “constituye” desde sí mismo “objetos” -o sea, los “produce”, los “construye”, los “crea”, etc.). Esta orientación idealista de la fenomenología fue rechazada unánimemente por los que hasta entonces había sido discípulos de Husserl; la oposición que encontró fue tan grande que abandonó la Universidad de Gotinga y se estableció en la Universidad de Friburgo, intentando ahora reclutar nuevos partidarios para este “giro idealista” en la fenomenología.
En conclusión, la fenomenología de Husserl, al menos en su etapa “madura”, se convirtió en una versión -con elementos a la vez tradicionales y originales- del Idealismo transcendental de la filosofía moderna. En este se designa como último fundamento del mundo al hombre (el Sujeto, el Yo, la Conciencia, la sede de la Razón Universal hacia la que se dirige el Progreso de la Humanidad, etc.).
En general, Husserl concibe la filosofía como un saber riguroso y cierto; por eso su punto constante de apoyo es lo que denomina la “evidencia intuitiva”, es decir, la captación directa, inmediata, segura e infalible, de los “fenómenos” -de lo que se presenta a la conciencia, etc. ¿Cuál es, según el fundador de esta corriente de la filosofía del siglo XX, la tarea central de la filosofía? La respuesta que ofrece es enteramente tradicional -una respuesta rechazada, por ejemplo, por dos de los autores clave en el siglo XX: Wittgenstein y Heidegger-: la filosofía se encarga de localizar el fundamento fijo y definitivo de la totalidad del mundo, es decir, el apoyo o la base explicativa y justificativa última, acabada y completa. ¿Cabe algo así? ¿El mundo como totalidad requiere, para no sumergirse en el “caos”, su reposo en un Fundamento? Estas son cuestiones que se debatirán vivamente en la filosofía de la segunda mitad del siglo XX; pero Husserl pertenece a una etapa anterior en la que aún conservaba su evidencia y su prestigio la tradición de la metafísica que, en el fondo, remite a Platón y Aristóteles (leídos, eso sí, en el mundo moderno, bajo el tamiz del antropocentrismo que despunta en el siglo XVIII con Kant, un antropomorfismo que ha desterrado el teocentrismo propio de la Edad Media, el Renacimiento y la primera modernidad en nombre del progreso de la razón).
1.2 Antecedentes de la fenomenología transcendental
Una vez que Husserl le imprimió a la fenomenología un “giro idealista”, a partir de 1910 aproximadamente, sus dos principales referencias fueron dos de los más destacados filósofos de la edad moderna: Descartes y Kant. Veamos, brevemente, qué recoge y qué no de cada uno de ellos.
De Descartes Husserl retomó, en primer lugar, la tesis de que todo el edificio del saber tiene que reposar definitivamente en un saber cierto, seguro, indudable, un saber que se apoye en la “intuición”, es decir, en la captación directa, inmediata, infalible, de los fenómenos. En segundo lugar, Husserl aceptó la tesis cartesiana de que la primera verdad incuestionable -la primera que no puede en ningún caso ser puesta en duda- es el “ego cogito”, la evidencia reflexiva de la conciencia humana. Ahora bien, lo que ya no acepta en modo alguno Husserl es la afirmación de Descartes de que el último fundamento de todo está en “Dios” (la garantía, según el filósofo francés, de la armonía entre las ideas de la substancia pensante -la mente humana- y la realidad física, cognoscible a través de una física matemática de cuño mecanicista). Husserl es ya un autor del siglo XX: asume que el teocentrismo es cosa del pasado y que solo el antropocentrismo es adecuado al mundo genuinamente moderno en el que por fin ha triunfado la razón.
De Kant Husserl acepta su crítica del realismo tradicional (en el que se declaraba la primacía del mundo sobre el hombre que lo capta y lo alcanza). Kant sostuvo que hay una radical y originaria primacía del Sujeto sobre el objeto: el Yo está por encima del mundo, es anterior y es superior a él. Esta es la posición que se denomina “idealismo transcendental”; en ella, por ejemplo, se afirma que los elementos a priori del conocimiento de los objetos físicos -el espacio y el tiempo y las categorías- están en el Sujeto cognoscente: en las facultades del Hombre Universal (en la única y permanente esencia humana). Husserl aceptó, por lo tanto, la idea nuclear del idealismo de Kant. Aun así, la filosofía de Husserl no es una mera repetición de Kant (Husserl no es un “neokantiano”, en definitiva). Hay coincidencia en una tesis central, pero después, Husserl discrepaba de otros aspectos de la filosofía de Kant. Mencionaremos algunos. Husserl consideraba incorrecta la explicación que Kant daba de la percepción sensible; según Kant inicialmente había un “caos de sensaciones” que eran ordenadas por los conceptos (así el concepto de “mesa” permitiría organizar en un objeto reconocible unas serie de propiedades sensoriales inicialmente aisladas y dispersas); Husserl no acepta que la percepción dependa del concepto: siempre ya percibimos algo con un sentido más o menos preciso, es decir: si entro en una habitación percibo de entrada una mesa, una silla y todos los demás enseres (no es, entonces, válida la explicación kantiana según la cual primero yo “vería” sensaciones sueltas, desordenadas, y “después” yo aplique unos conceptos que organizan y articulan una escena inicialmente desprovista de sentido). Husserl, en definitiva, considera que hay percepciones plenas sin necesidad de que haya conceptos: la experiencia sensible es una manera legítima y, en su nivel, completa de acceder a los fenómenos. Por otro lado, Kant consideraba que el modelo del conocimiento científico está en la física-matemática (Newton, etc.); Husserl no acepta esta tesis, pues le parece exagerada: es cierto que hay ciencias naturales como la física o la biología, pero también son importantes e igualmente legítimas las denominadas “ciencias del espíritu” (lo que hoy se llaman “ciencias sociales”); no hay, por lo tanto, dice Husserl, un único modelo de cientificidad, ni un único método científico. Por último, Husserl no comparte la idea de “Sujeto” propugnada por Kant; según Kant, el Sujeto (humano) racional, es una forma vacía y abstracta. Husserl pretende mostrar que el Sujeto humano es algo más que eso (por ejemplo, destacando que tiene un cuerpo, etc.).
En su primera obra, las Investigaciones lógicas de 1900, aún no había realizado Husserl su posterior “giro idealista” en la fenomenología y, por ello, en este libro la herencia de Descartes y de Kant no tienen aún ningún peso específico. Las Investigaciones lógicas exponen una teoría del conocimiento de la verdad apoyada en la lógica; la lógica, entiende Husserl, contiene los principios básicos y centrales del conocimiento de las esencias de los hechos mundanos (por ejemplo, los hechos físicos por parte de la física y los hechos psíquicos por parte de la psicología). Por otro lado, esta obra inaugural de la fenomenología contiene una perspicaz crítica del psicologismo lógico; en éste se afirma que las leyes lógicas son, en el fondo, leyes psíquicas, por ello, se dice, la base de la ciencia de la lógica es la psicología, la ciencia que estudia los hechos de la conciencia. Pero, explica Husserl, las leyes lógicas no pueden ser legítimamente reducidas a ser meras leyes de los sucesos mentales. Por ello, lo que Husserl defiende es que las leyes de la lógica -unas leyes puras, abstractas, ideales, leyes que deben cumplir todos los conocimientos propios de las ciencias empíricas- son independientes de la mente humana que las piensa; la tesis de Husserl es, aquí, casi “platónica”, pues se sostiene sobre la afirmación de un reino ideal de esencias puras, exactas, nítidas, impolutas.
Pero, además de lo señalado, ¿cuál es la conclusión de la crítica del psicologismo desarrollada en las Investigaciones lógicas? El ser humano, la conciencia humana, afirma el fundador de la fenomenología, no es un hecho mundano más, un hecho junto a otros hechos. ¿Qué es, entonces, el hombre implicado en el conocimiento y capaz de aplicar las leyes de la lógica, etc.? En su primera obra no respondió a esta pregunta. Pero fue ella la que, al final, condujo a plantear una posición “idealista”. Y ¿qué responde el Idealismo moderno (sobre la senda abierta por Descartes y Kant) a la pregunta que se acaba de enunciar? El Hombre, en su esencia eterna, es el Sujeto racional, es el Fundamento del mundo, es el principio y el fin del conjunto de la realidad, el único sustento de la Verdad, el Bien y la Belleza. Y la filosofía es el saber que, en tanto se dirige a lo absoluto, se orienta hacia el fundamento, y, por ello, se propone como tarea central explicitar y tematizar los distintos aspectos del Sujeto de la razón a través de la reflexión.
1.3 La búsqueda del fundamento en el Sujeto
El núcleo temático de la fenomenología se encuentra en la “relación” -o en la “correlación”, como a veces escribe Husserl- entre la Conciencia (el Yo, el Sujeto) y el objeto (el “fenómeno”). La filosofía, en un primer momento de su desarrollo, estudia estos dos componentes o factores de la relación (bajo la pauta final, eso sí, de la prioridad del Yo, el cual, por un lado, está metido en esa relación y, por otro lado, es el que la establece y la define desde sí mismo; el Yo es la orilla desde la que se tiende el puente hacia el otro lado, hacia el lado del objeto).
Dentro de la filosofía de Husserl el término “fenómeno” es polisémico y, además, tiene un papel sistemático distinto según el nivel de consideración en el que estemos. En su acepción más básica y genérica “fenómeno” se refiera a lo que aparece, a lo que se muestra, a lo que comparece y se manifiesta siendo esto o siendo aquello. A partir de este significado tan amplio se van desgajando significados más concretos según el contexto en el que nos situemos. Uno de ellos, muy habitual, aunque, insistimos, no sea ni el único ni tampoco el principal, es el siguiente: “fenómeno” alude a todo aquello que sea un “objeto” (término que tiene en Husserl otros sinónimos: intentum, noema, cogitatum); es decir, en este caso se refiere a algo que se manifiesta a la Conciencia, menciona lo que se aparece respecto al Yo o apunta a lo que se expone y se revela para el Sujeto (por ejemplo, la mesa que veo en este momento, los números cinco y siete en el proceso de una operación matemática realizada en la pizarra de la clase, el unicornio que se presenta en un sueño, etc.).
El otro factor o componente de la relación que es estudiado por la fenomenología es el Yo (la Conciencia, el Sujeto humano). Descartes afirmaba que el Yo es una substancia pensante (res cogitans, cosa que piensa). Husserl rechaza expresamente esta tesis: el sujeto humano no es una substancia, no es una realidad o una cosa que tenga propiedades (no es similar a una mesa, que tiene patas, un tablero, etc.). Cuando -siguiendo aquí a Kant- Husserl sostiene que el Sujeto humano es “transcendental” está diciendo que el hombre no es comparable con una cosa, con una realidad del mundo, con un hecho, con un objeto. Cuando el ser humano se confunde con algo así se está “cosificando” o “substancializando”: se está tomando por algo que no es. El Sujeto no está “dentro” del mundo, como las mesas, los números o los unicornios; el sujeto no es algo objetivo, ni es algo objetivable, no es, en definitiva, un objeto, una cosa, una realidad. Estamos aquí, en el fondo, ante la tesis central de la filosofía idealista desde Kant en adelante: el Sujeto humano es el fundamento porque es anterior y superior al mundo, a los objetos, a los hechos. El Sujeto precede al mundo, el Sujeto subyace al mundo: es la instancia primordial que objetiva los objetos, que los constituye o los construye (la verdad en la ciencia, el bien en la ética y la belleza en la estética dependen de las operaciones “productoras” del sujeto humano racional). En definitiva, el sujeto es por definición, absoluto, autónomo, autosuficiente, independiente, autodeterminado.
La fenomenología, en tanto indaga en la relación sujeto/objeto, estudia estos dos componentes por separado, y, también, se pregunta por su relación. Esta investigación tiene que ser ordenada, no se puede llevar a cabo al tuntún; es decir: se trata de una averiguación metódica. Por eso Husserl habla constantemente del “método fenomenológico”. En él se pueden distinguir dos pasos básicos: la epojé y la reducción. Veamos qué significa cada uno de estos dos integrantes del método de la fenomenología.
Husserl comienza describiendo la vida ordinaria. Ella, nos dice, está radicalmente marcada en todas sus vertientes por lo que llama la “actitud natural”. En la actitud natural -en la perspectiva espontánea y habitual en la que aparecen los fenómenos y el ser humano entre ellos- el hombre se toma a sí mismo como un mero hecho en el mundo, es decir, se presenta como un yo empírico, un peculiar objeto psicofísico (una cosa que tiene por un lado una mente y por otro lado un cuerpo). Además, en la actitud natural se cultiva la creencia de que el mundo, la realidad, es algo independiente de nosotros, los seres humanos; la actitud natural, por lo tanto, es, por así decirlo, “realista” (cree que lo real es anterior y superior a la conciencia humana). ¿Cuál es el primer paso del método filosófico diseñado por Husserl? Para denominarlo acude a un viejo término griego: “epojé”; ¿en qué consiste este paso inicial e inaugural de la investigación fenomenológica? En “suspender” -dejar fuera de juego, poner entre paréntesis, situar entre comillas- la tesis central de la actitud natural. ¿Por qué esta actitud natural debe ser “suspendida”? Porque, entiende Husserl, sepulta, esconde y oculta lo principal: que el hombre es el único legítimo “sujeto del mundo”, su fundamento último. La epojé, por lo tanto, deshace la actitud natural y deja paso a la actitud filosófica, la cual es, esencialmente, una actitud reflexiva; gracias a ella el hombre se desliga, se separa, se desgaja, del mundo exterior -en el que vive absorbido, alienado, enajenado, pendiente exclusivamente de lo que le rodea y le presiona- y se repliega hacia sí mismo: se vuelve hacia su interioridad, hacia lo que es en verdad, se dirige, en definitiva, “desde fuera hacia dentro” (es lo que significa aquí, en este contexto, la “reflexión”, el resultado de la epojé, de la suspensión de la actitud natural en la que estamos vertidos hacia fuera, hacia el mundo y lo mundano). En la epojé y con la epojé -además de dejar de creer que la realidad es independiente y autosuficiente respecto a nosotros- la conciencia se dirige hacia la conciencia: el yo se endereza hacia el yo (se efectúa así un ensimismamiento, una introspección que estaba bloqueada o cancelada en la vida común y corriente, una vida volcada hacia las preocupaciones mundanales). De esta manera, una vez que ha cuajado esta epojé reflexiva en la que se desenvuelve la actitud filosófica, la fenomenología puede emprender la tarea de realizar una exhaustiva descripción de las vivencias de la conciencia (siendo estas “vivencias”, literalmente, “el fenómeno de los fenómenos” en la medida en que, insiste Husserl, todo lo que aparece -una mesa, unos números, un unicornio- lo hace “en” las vivencias, y, también, en último término, “por” las vivencias; dicho de un modo exacto: las vivencias son, eso sostiene Husserl, la fenomenalidad de los fenómenos, la clave última de su aparecer siendo esto o siendo aquello). Pero del asunto específico de la descripción de las vivencias del yo y del rendimiento que se espera de esta descripción trata el siguiente paso del método filosófico: la “reducción”.
En Husserl el término “reducción” -el segundo paso del método fenomenológico- significa “reconducir”, es decir: se parte de algo dado y se lo lleva a la instancia previa y superior que lo sustenta y que define de antemano su inteligibilidad. La reducción, por lo tanto, traza un recorrido sistemático desde lo fundamentado hasta su fundamento. Este paso metódico denominado “reducción” se desdobla, a su vez, en dos pasos sucesivos: la investigación fenomenológica primero efectúa la reducción eidética y, a continuación, en la segunda etapa, la que marca el punto de llegada, lleva a cabo una reducción transcendental. Veamos a qué se refiere cada una de estas dos vertientes de la “reducción” que se pone en juego una vez que se realizado la “epojé” (la suspensión reflexiva del “realismo” de la actitud natural).
En general la reducción eidética es el procedimiento por el cual los hechos son conducidos a sus respectivas esencias; así, lo particular es remitido a lo universal, lo contingente a lo necesario, lo múltiple a su unidad, lo real a lo ideal, etc. En este punto Husserl recupera -en un contexto moderno- una vieja tesis que proviene de Platón y de Aristóteles: hay un único, eterno, idéntico y permanente reino ideal de esencias -jerárquicamente ordenado, piramidalmente organizado- en cuya cúspide están la Verdad, el Bien y la Belleza absolutas (modélicas respecto a todo objeto verdadero, bueno y bello); este “universo eidético” atraviesa y sostiene la totalidad de los fenómenos y es aquello que dota o provee de “inteligibilidad” a los hechos (si capto una mesa, una serie de números o un unicornio es porque “previamente” he entendido su “esencia”, es decir, las propiedades que los definen de una vez por todas y de un modo exhaustivo y completo). Si el mundo es un Orden, si en el mundo hay Ley -si el mundo no es un caos anárquico-, es porque -afirma Husserl siguiendo aquí a Platón y Aristóteles- previamente, a priori, hay una única y rígida trama de Esencias Universales y Necesarias que explican ese orden fijo y lo justifican. Este es el supuesto de la “reducción eidética” planteada por Husserl como primer tramo del segundo paso del método fenomenológico. Pero, ¿cómo partiendo de un hecho cualquiera, una realidad particular dada aquí y ahora, se llega a fijar conceptualmente su esencia? A través de lo que Husserl denomina “variación imaginativa” o, también, “ideación”; se trata, básicamente, de un procedimiento de “abstracción” en el que apoyándose en la percepción sensible de los hechos particulares se va extrayendo o sacando “lo esencial” de un fenómeno (sea de una mesa, un número o un unicornio). Husserl afirma que esta indagación tiene la enorme tarea de ir sacando a la luz, poco a poco, las esencias de todos los fenómenos. Pero hay unos peculiares “fenómenos” que interesan especialmente a la filosofía tal y como Husserl la concibe: las vivencias de la conciencia; ¿por qué estos fenómenos (los “hechos de la conciencia”) tienen un papel especial y destacado en la tarea de explicitar las esencias de todo lo que hay o de todo lo que puede darse? Porque -al menos según lo que supone el Idealismo- todos los fenómenos -sean mesas, números o unicornios- se dan “en” las vivencias del Yo y, también, se dan “por” sus vivencias. Esta es la razón profunda por la que, en ocasiones, Husserl define a la fenomenología como una “descripción eidética de la Conciencia”: si se exponen con nitidez las esencias de las vivencias de un modo u otro se está, además, definiendo -sea de un modo directo o indirecto- la esencia de todos los fenómenos (por ejemplo, si defino la esencia de las vivencias imaginativas, la esencia de la facultad consciente de imaginar, ya he definido también a los “unicornios” en tanto entidades imaginarias, etc., etc.).
La reducción transcendental es el paso metódico que debe efectuarse después de que se han ido explicitando las esencias de todos los fenómenos (por ejemplo, la esencia de los fenómenos físicos, de los fenómenos psíquicos, etc.). ¿En qué consiste este segundo paso de la reducción? En reconducir todos los objetos -todas las esencias de los fenómenos- a su fundamento último, a su origen primero, a la fuente definitiva de su sentido y de su validez: el Sujeto (humano) racional. Estamos aquí, desde luego, como reiteradamente estamos subrayando, ante el núcleo del Idealismo de la Filosofía moderna desde Kant: toda la “realidad” -la verdad en la ciencia, el bien en la ética, la belleza en la estética- tiene que poder ser explicada y justificada aplicando una y otra vez el Modelo “Sujeto → objeto”. Si en la tradición del monoteísmo cristiano se afirmaba que “Dios” era el “creador” de todas las cosas en su esencia, o que “Dios” era omnisciente en su entendimiento y omnipotente en su voluntad, etc., ahora se sostiene -aunque sea introduciendo nuevos matices- que el lugar y el papel de Dios sólo puede ser legítimamente ocupado y desempeñado por el Hombre (no el ser humano concreto y particular, sino el ser humano como el Sujeto, el Yo o la Conciencia, o sea, el hombre universal, el hombre según su única esencia racional). Es esta tesis básica, este supuesto radical del mundo moderno que está detrás y debajo de sus distintos procesos históricos, lo que Husserl pretende afianzar y apuntalar con su Fenomenología, a la que, a veces, como en su libro Meditaciones cartesianas, define expresamente como “Egología”: la “ciencia” -en el sentido de un saber riguroso, exhaustivo y cierto- del “Yo”, la ciencia del Sujeto humano, un ser definido a partir de su conciencia reflexiva, de su autonomía, de su poder de autodeterminación, etc., etc. La filosofía, en este peculiar contexto definido por las coordenadas de la modernidad, es, entonces, un “saber absoluto” -depositario de verdades indudables, de certezas infalibles- del único ser legítimamente absoluto: no ya “Dios” -en el que el mundo moderno ya no cree en el fondo-, sino, ahora, según marca el Progreso de la era moderna del mundo, el “Hombre” (el único Sujeto racional). Resumiendo, el último paso del método fenomenológico, la reducción transcendental, consiste en conducir las esencias de los fenómenos -la entraña misma de la realidad, del mundo, de los hechos- al foco de luz que las ilumina y del que dependen, el Yo y su Conciencia (ya lo destacamos anteriormente: Husserl supone que en las “vivencias” está la última clave explicativa de los fenómenos, está su fenomenalidad, está lo que les permite aparecer siendo esto o siendo aquello).
La fenomenología estudia la peculiar “relación” entre el fenómeno (el objeto, el noema, el cogitatum, el intentum) y la Conciencia respecto a la cual éste aparece o se presenta portando un sentido y una validez: esto se nos manifiesta siendo una mesa, aquello siendo números que tenemos que sumar o siendo un unicornio con el que acabamos de soñar, etc. Pues bien, para precisar en qué consiste esta “relación” acude Husserl a un concepto que resulta clave en la fenomenología: “intencionalidad”. ¿Qué es la “intencionalidad”? Nada menos que la esencia misma de la conciencia, es, pues, su propiedad principal, la estructura que la organiza y define en su ser mismo. Puesto que la conciencia no es sino una corriente de vivencias sucede entonces que todas las vivencias de la conciencia -en las que el yo vive fenómenos como las mesas, los números o los unicornios- son en su raíz “intencionales”, son, y es esto lo que significa aquí el concepto de “intencionalidad”, “vivencias de algo”. En una vivencia perceptiva el yo capta con los cinco sentidos una mesa en la habitación o un árbol en el jardín; en la vivencia imaginativa el yo capta una imagen, por ejemplo, un unicornio o una sirena; en la vivencia intelectiva el yo aprehende una serie numérica y su suma o su multiplicación o un triángulo y la ley geométrica que lo define; en una vivencia emotiva el yo siente temor o alegría ante tal o cual fenómeno, etc., etc. Dicho otra vez: todas las vivencias de la conciencia son vivencias de algo que se presenta en ellas, para ellas, por ellas, desde ellas. Y una parte significativa de la fenomenología que Husserl desarrolló -ayudado por una serie de discípulos que se ocupaban de áreas específicas del universal campo de los fenómenos y de su conciencia intencional- consistía en llevar a cabo una paciente y minuciosa descripción de la estructura intencional de la conciencia en la que se describían los distintos tipos de vivencias y sus respectivos objetos (Husserl, por ejemplo, escribió páginas y páginas en las que describía con detalle en qué consiste la “conciencia de imagen”, o la memoria y el recuerdo, etc.; por cierto, este autor, a veces, como sinónimos del término “vivencia”, emplea el término griego “nóesis” o las palabras latinas “intentio” o “cogito”).
Siguiendo el rastro de la tesis de la esencial “intencionalidad de la conciencia” -concebida como un rayo de luz que desde el Yo alcanza las distintas facetas de los hechos y de las esencias de todo- Husserl descubre lo que denomina “modos de (la) conciencia”: los modos de darse los fenómenos en la conciencia y por la conciencia. Husserl clasifica los modos de conciencia en dos grandes grupos: los modos de conciencia “vacíos” y los modos de conciencia “llenos” o “plenos”; a partir de aquí también apunta una tesis general: los modos vacíos de la conciencia (de las vivencias intencionales) remiten a los modos llenos o plenos de la conciencia (lo vacío se sostiene y se apoya, cuando se trata de elucidar la validez de los fenómenos, sobre lo lleno o lo pleno). Un ejemplo de un modo de conciencia vacío está en las vivencias lingüísticas, en las vivencias en la que se vive un significado: alguien puede relatar con todo lujo de detalles cómo es la ciudad de París o la selva del Amazonas sin estar allí y siendo entendido por alguien que nunca ha viajado a esos lugares; el lenguaje tiene la fuerza -una fuerza que es también su debilidad- de significar los fenómenos aunque estos estén enteramente ausentes, por eso la intencionalidad de la conciencia lingüística es en su raíz “vacía”: se refiere a algo que no está presente. ¿Cuáles son, en cambio, los modos de conciencia “llenos” o “plenos”? Husserl acude frecuentemente al caso de la conciencia perceptiva: si aquí y ahora alguien capta una mesa con sus cinco sentidos -la ve, la toca, huele su aroma a madera, etc.- sus vivencias están “llenas” de ese ese objeto; en general, las vivencias de los modos de conciencia llenos -plenos, completos- son vivencias “intuitivas”: vivencias intencionales que captan los fenómenos de un modo directo e inmediato, en su pura presencia. Y aquí arraiga una de las tesis características de la fenomenología de Husserl: sólo la “intuición” -sea de un hecho o, también, preferentemente, de una esencia- es la fuente de la evidencia, el sostén de lo que es indudablemente válido. Por esta razón Husserl -porque la Presencia es la base de la certeza- afirma la primacía y la prioridad de los modos de conciencia llenos sobre los modos de conciencia vacíos (teniendo en cuenta que hay grados de plenitud y grados de vaciedad, o que hay casos clave en los que se juntan o coinciden o convergen lo vacío con lo lleno en las vivencias intencionales, etc.). Y qué es, por último, aquello que puede llegar a ser máximamente presente y, por ello, es considerado lo originario o lo primordial: las esencias ante el entendimiento intuitivo y la conciencia cuando reflexiona sobre sí misma.
1.4 La constitución por la conciencia del sentido del objeto
Husserl, a partir de la segunda década del siglo XX, orientó la fenomenología en la dirección de un idealismo transcendental (algo que implicó, entre otras cosas, que recogiera la herencia de Descartes -la primacía de la autoconciencia o de la conciencia reflexiva- y la herencia de Kant -la prioridad del sujeto racional autónomo, etc.). En este contexto la expresión “Idealismo” reúne dos significados distintos en uno solo:
Por una parte, el idealismo postula que el mundo de los fenómenos está íntegramente sostenido y atravesado por un reino ideal de esencias que lo dotan y proveen de un orden racional e inteligible.
Por otra parte, el idealismo se articula sobre la tesis de que el Sujeto constituye los objetos (incluido el propio universo eidético, el reino ideal de las esencias).
Las dos tesis están conectadas, aunque es más básica la segunda que la primera en tanto en ella se enuncia cuál es el fundamento último del mundo. Afinando y refinando una tesis que Kant sacó a la luz y lanzó a la circulación Husserl afirma que el sentido y la validez de hechos y esencias es “puesto” -constituido, construido, generado, producido, conferido, provisto, formado, forjado- por el Sujeto humano. ¿Qué significa “constituir” cuando se dice que el objeto es constituido por el sujeto? Por ejemplo, significa poner o imponer la unidad en la multiplicidad; así, una mesa percibida tiene una serie de aspectos, facetas o partes -sus distintas características- que deben darse juntas y unidas para que el objeto se presente siendo precisamente una mesa y no una silla o una lámpara. Pues bien, según el idealismo fenomenológico, es la Conciencia del Yo, con sus distintas vivencias, la que reúne en una única totalidad esas partes, aspectos o facetas. La síntesis de un objeto -su unidad, su identidad permanente- se debe, en definitiva, a la unidad de las vivencias en las que y por las que el objeto se aparece y se muestra. Esta es la tesis que Husserl defiende una y otra vez.
Pero no sólo ocurre que el Sujeto constituye objetos -la mesa que percibe, los números que entiende, el unicornio que imagina-, el Sujeto también se constituye a sí mismo. El yo, por lo tanto, se auto-constituye (se define a sí mismo, se autodetermina): el sistema de las vivencias de cada cual es constituido por el Yo en el tiempo interno de la conciencia (siendo el tiempo la forma que ordena el curso de las vivencias -su fluir continuo y sucesivo- según los parámetros del presente, el pasado y el futuro, o, en el vocabulario de Husserl, la atención, la retención y la protención).
En conclusión, el Sujeto es el fundamento porque lo constituye todo: por una parte, constituye el mundo -incluyendo los hechos y las esencias- y, por otra parte, el sujeto se constituye a sí mismo como un curso de vivencias intencionales ordenado temporalmente.
1.5 La superación fenomenológica del planteamiento epistemológico realista
En el mundo moderno se ha desarrollado un peculiar planteamiento epistemológico -es decir, una explicación del conocimiento- de carácter “realista” o de índole “objetivista”; se trata de un cientificismo presente, en general, en las corrientes “positivistas” desarrolladas en el arco que va desde Comte hasta el Círculo de Viena. Este planteamiento de las cuestiones filosóficas afirma dos cosas: a) únicamente la ciencia alcanza la verdadera realidad; b) la realidad es previa e independiente respecto al conocimiento y el cognoscente. El realismo, en definitiva, se sustenta sobre la primacía y la prioridad del objeto, su modelo por lo tanto puede ser descrito así: “Objeto
sujeto”.
Husserl, en su fase de madurez, se opone tajantemente al realismo; por eso pretende superar este tipo de planteamiento epistemológico. Para superarlo sigue dos vías distintas que se complementan: a) la vía del “mundo de la vida” (en alemán “Lebenswelt”); b) la vía de una teoría del conocimiento idealista. Veámoslas brevemente.
La primera vía señala lo siguiente: las ciencias objetivas -las ciencias que conocen objetos, por ejemplo, los objetos físicos o los objetos psíquicos- no flotan en el aire, no son autosuficientes, no se sostienen por sí mismas (y esto a pesar de que el realismo cientificista cree que sí, que las ciencias son entidades puras y abstractas que se mueven libremente en el vacío). Las ciencias, en general, afirma Husserl contra el “positivismo”, reposan sobre un estrato o un sustrato previo que las precede y que, en último término, es más originario que ellas. A ese sustrato o estrato del conocimiento científico lo denomina Husserl “mundo de la vida”. ¿En qué consiste este? ¿A qué se refiere Husserl con esta expresión? Se trata del mundo perceptivo propio de la vida cotidiana, un mundo en el que los seres humanos acceden a través de los cinco sentidos a las cualidades sensibles de todas las cosas (este mundo sensible ha sido tradicionalmente denostado o menospreciado, algo con lo que Husserl está en completo desacuerdo: la experiencia sensible es la experiencia básica, la experiencia inicial y primordial). La ciencia suele olvidar que se apoya necesariamente es este mundo sensible, y por eso, ingenuamente, pecando de soberbia, cree que ella es lo primero y lo principal (por ejemplo, despreciando todo aquello que no puede ser reducido a medida, que no puede ser cuantificado y que por eso considera “meramente subjetivo”, creyendo que basta plasmar algo en números o en fórmulas abstractas para que ya se haya alcanzado una pura y neutral “objetividad”, etc.). Pero, apunta Husserl, el hombre de ciencia, antes de hacer ciencia, en su vida ordinaria, vive en este mundo perceptivo (y, también, en un mundo en el que no solo hay puros hechos, sino también valores que son emocionalmente captados, etc.). En definitiva, las abstracciones, los cálculos y las fórmulas en las que se mueven las ciencias tienen su suelo nutricio en el mundo cotidiano de la percepción, un mundo concreto sin el cual la ciencia pierde su arraigo y, al perderlo, pierde su orientación vital.
La segunda vía por la que Husserl pretende superar el planteamiento epistemológico del realismo cientificista -para el cual, por ejemplo, los seres humanos son meros hechos entre otros hechos, y por eso susceptibles de ser estudiados como puros objetos sea a través de la biología, la psicología o la neurología- ya la hemos comentado ampliamente: es la vía del idealismo. En ella, dicho así, se trata de sustituir el modelo realista “Objeto → sujeto”, por el Modelo “Sujeto → objeto” (esta flecha, en el segundo caso, puede simbolizar perfectamente eso que Husserl llama “intencionalidad de la conciencia”). El idealismo, cuando se aplica a la ciencia, sostiene que la objetividad de la ciencia se debe a las operaciones constituyentes del Sujeto del conocimiento. La objetivación de los objetos ocurre una y otra vez, dice Husserl, por obra de la intencionalidad del Yo: la propiedad esencial de la conciencia. La realidad, explica el idealismo, no es autosuficiente ni es independiente: depende del Sujeto humano, de él recibe su sentido y por él consigue su verdad. El Sujeto humano racional es, por lo tanto, según esta corriente de la filosofía moderna, el origen y el fin de la realidad, el alfa y el omega del mundo.
El Sujeto humano, sin embargo, no es solo una conciencia de objetos, es, en última instancia, según su esencia, una pura y nítida auto-conciencia. El Sujeto se define en su núcleo más íntimo por su conciencia de sí mismo, esa en la que se reconoce como el Fundamento del mundo y la sede de la Razón (que es la facultad desde la que se define la Verdad, el Bien y la Belleza, los ideales a los que aspira la humanidad auténtica). Por eso, la primera verdad, la verdad más básica, más cierta y segura, más cercana, es la verdad proporcionada por la Reflexión del Yo: la vuelta del hombre sobre sí mismo, sobre su pura interioridad (en la que se consigue separar y distinguir de todo lo exterior, de todo aquello que no es él y que amenaza con confundirle y desorientarle). Este es el cauce principal por el que se mueve la filosofía de Husserl: su idealismo fenomenológico transcendental.
Pero, sea dicho para concluir, se preguntaron muchos de los discípulos de Husserl (entre otros Martin Heidegger): ¿es cierto que la fenomenología en particular y la filosofía en general debe necesariamente desarrollarse como un Idealismo? ¿Y si no fuese así? ¿Y si el hombre se equivoca cuando -exageradamente- se cree el sujeto del mundo (endiosándose indebidamente, y, por ello, extraviándose respecto a su lugar y su papel, mucho más modesto y menos grandilocuente)? Quedan así, enmarcados en estas preguntas, abiertos por ellas, los caminos por los que se adentran las filosofías de la segunda mitad del siglo XX (en las que, lentamente, el antropocentrismo y el antropomorfismo que ha imperado en la modernidad va perdiendo su prestigio y su capacidad seductora).
2. Heidegger
2.1 De Husserl a Heidegger
Con el fin de realizar una primera aproximación a la filosofía de Heidegger la contrastaremos con la propuesta de su maestro, el fundador de la fenomenología: Husserl.
En primer lugar, Heidegger aceptó el retorno al mundo de la vida -un estrato previo al plano de las abstracciones y las formulaciones ideales de la ciencia- propuesto por su maestro. Así, Heidegger insiste, influido aquí, en parte, por Husserl, en que el punto de la partida de la filosofía está en abordar el mundo vital de la existencia cotidiana (algo que está expuesto con detalle en la primera parte del libro de 1927 titulado Ser y tiempo).
Heidegger, sin embargo, rechaza la propuesta Idealista de Husserl, intentando superar esta posición filosófica. Heidegger no acepta el Idealismo en sus dos acepciones: por un lado, impugna el supuesto tradicional -procedente de Platón y Aristóteles- según el cual el mundo fenoménico está atravesado y sostenido por un único y jerárquico reino ideal de esencias universales; por otro lado, rebate la tesis moderna, que Husserl recoge de Kant, de que el hombre es un Sujeto -dotado de una esencia racional- que constituye el mundo y que lo fundamenta. No hay, pues, sostiene Heidegger, ni esencias puras ni un Yo puro evidente para sí mismo en la reflexión. De este modo, Heidegger pretende romper con la herencia de Platón y Aristóteles, por un lado, y de Descartes y Kant por el otro.
Husserl sostenía, como tesis básica de su idealismo fenomenológico, que el Sujeto humano -la conciencia del Yo- tiene el poder de, a través del ejercicio de la reflexión, separarse y desgajarse del mundo exterior volviendo hacia sí mismo: recluyéndose en su pura interioridad, en una esfera interna. Heidegger rebate este modo de plantear las cosas. Según su propuesta filosófica la existencia humana (para cuya denominación acude al término “Dasein” que suele traducirse como “ser-ahí”) es radicalmente mundana: nunca puede separarse del mundo; por eso afirma que la vida humana es “ser-en-el-mundo”, la vida está arrojada en el mundo entregada a una serie de tareas y quehaceres. A partir de esta tesis (el originario estar en el mundo del ser humano) intenta prescindir del Modelo “Sujeto → objeto”, un modelo que una parte significativa de la filosofía moderna ha aplicado por doquier.
Hay otras dos diferencias que deben destacarse aquí:
1) Heidegger no está de acuerdo con la entronización de la conciencia reflexiva por parte de Husserl. Es cierto, subraya Heidegger, que los seres humanos se comprenden a sí mismos, pero este saber quiénes son y qué son, no se logra por un ensimismamiento reflexivo: no tiene la forma interiorizante o introspectiva de la autoconciencia. Los seres humanos se comprenden a sí mismos desempeñando una serie de actividades y ejerciendo un conjunto de comportamientos y no observando su “interior”. Por otro lado, esta comprensión de sí mismos no es transparente ni es infalible como, siguiendo a Descartes, creía Husserl. Los seres humanos se confunden a menudo sobre sí mismos: la autocomprensión humana es falible, insegura, incierta.
2) Husserl, siguiendo en este punto una larga tradición, concebía a la filosofía como un saber que busca el Fundamento del mundo, la base firme sobre la que todo se sostiene. Heidegger no cree que haya un Fundamento de este tipo -ni las Esencias platónicas, ni el Dios del cristianismo, ni el Sujeto del idealismo moderno son ya aceptables como punto de anclaje de todo- y, por eso, pretende dar una definición de las tareas de la filosofía que no estén centradas en este quimérico objetivo. La filosofía, para empezar, subraya Heidegger, es el arte de preguntar y de buscar o indagar en lo que se desconoce.
Otro punto importante y resaltable en la controversia de Heidegger con Husserl se encuentra en la compleja cuestión del tiempo. Husserl sostuvo la prioridad del presente en el conjunto del tiempo y, con ella, la primacía de la presencia: lo verdadero es lo presente respecto a una evidencia intuitiva que lo capta plenamente, directa e inmediatamente; así, los fenómenos eminentes y predominantes, aquellos ciertos y seguros, son, según Husserl, por un lado, las esencias y, por otro lado, la propia conciencia, ¿por qué? porque son de algún modo fenómenos omnipresentes: constantemente presentes en el tiempo de la presencia. Heidegger, en cambio, cuando aborda el asunto del tiempo sostiene que la dimensión radical de éste se encuentra en el futuro; con esta prioridad del futuro sobre el pasado y el presente se esfuerza por mostrar la prioridad de la posibilidad sobre la “realidad”, sobre lo siempre y constantemente presente (por eso, en su filosofía madura, sostendrá que no hay un único mundo verdadero, un único orden en los fenómenos, lo que hay son mundos posibles, posibilidades de mundo, etc.).
En general, ya en su inicial propuesta filosófica, Heidegger trata -con mayor o menor éxito, según se mire- de sustituir el giro idealista propuesto por Husserl por un giro ontológico. El hilo conductor de este segundo giro se encuentra en este punto: la existencia humana, la vida humana, está imbuida a priori en lo que Heidegger llama “comprensión del ser” (una comprensión de la que ocasionalmente brota y surge la pregunta filosófica, la “pregunta por el ser”, por el “ser” de todo lo que “es”, de todos los “entes”). Siguiendo esta orientación se emplea a fondo para superar el idealismo transcendental que, con Kant, Husserl, etc., ha imperado en la filosofía moderna.
Este giro ontológico -según el cual la pregunta central de la filosofía es la pregunta por el “ser”- incluye, también, un importante giro histórico. Heidegger destaca que la comprensión de la existencia, la comprensión del mundo y la comprensión del ser -enlazadas entre sí, trenzadas unas con otras- son intrínsecamente históricas; la comprensión no es algo fijo, permanente, estático, es algo dinámico, cambiante, modificable. En la historia, y con ella, se marcan en cada caso y cada vez, los límites y las posibilidades -para el existir finito de los seres humanos- de la comprensión de los fenómenos, de todo lo que es, de todos los entes, sean del tipo que sean, y sea en el arte, en la ciencia, etc.
Tenemos aquí trazadas, en lo que se acaba de exponer, las principales coordenadas por las que discurre el planteamiento y la propuesta filosófica de Heidegger.
2.2 La analítica existencial
Heidegger se planteó el enorme y difícil reto de renovar, de replantear, el tradicional problema del ser, llevándolo por inéditos caminos e insólitas sendas. La idea central de su esfuerzo se concentra en discutir en su raíz la equiparación, propia de la tradición metafísica de Occidente desde Platón, entre “ser” y Fundamento; la equivalencia entre “ser” y fundamento implica entender de antemano al ser como el Ente Supremo (algo que sucede en el postulado platónico y aristotélico de un universo de esencias universales, en la tesis de la existencia de un Dios creador, en la afirmación de que el hombre es el Sujeto de la Razón, etc.). Por esta vía, que es la que ha transitado en su historia del mundo occidental, se produce un drástico olvido del ser en su dinamismo y en su diferencia. Y la tarea del pensar consiste, ahora, en recordar eso que ha sido tradicionalmente olvidado y desconsiderado. Volveremos más adelante sobre estas complejas cuestiones.
En 1927 publicó Heidegger su primer libro con el título Ser y tiempo. La vieja cuestión del ser -aunque se pretende ahora abordarla de un modo novedoso- se enlaza aquí con la pregunta por el tiempo. El punto de partida del tratado -y la mayor parte de su contenido- está en una detallada descripción fenomenológica del existir cotidiano, de la vida común y corriente, del existir mundano entregado a actividades o quehaceres. El hilo conductor de esta indagación es el siguiente: el existir -el ir viviendo día a día, haciendo esto o llevando a cabo aquello- es comprender; y se comprenden tanto los entes -los fenómenos que se nos aparecen en el trajín cotidiano- como, a priori, de un modo originario, radical e inadvertido, el “ser”. La comprensión del ser -posibilitadora del acceso a los entes- es la raíz de la vida humana (una vida que se comprende también a sí misma, que está enmarcada por su propia autocomprensión). A veces, a partir de motivos hondos que habría que concretar, en el seno de la comprensión común y corriente del ser despunta la pregunta por el ser; y esta es, insiste Heidegger, la pregunta central de la filosofía. Una pregunta en la que se interroga por el ser de todo lo que es, de todos los entes. Ahora bien, la pregunta por el ser -la pregunta que define la “ontología” como definición de la filosofía- ¿cómo se responde? ¿Siguiendo qué ruta o qué senda? En 1927 Heidegger está convencido -algo de lo cual se desdecirá en parte más adelante, en sus libros posteriores- de que esta respuesta tiene que poder localizarse gracias a una analítica de la existencia humana. El término “analítica” indica que de lo que se trata es de analizar la existencia, descomponerla en sus elementos o ingredientes; cada uno de ellos -cada uno de los componentes del vivir humano- es denominado “existenciario”, así pues, en Ser y tiempo Heidegger va exponiendo pacientemente lo que considera son los distintos existenciarios que integran la existencia humana en general.
En el arranque de Ser y tiempo se define la existencia como “ser-en-el-mundo”. Destacando esta peculiar “estructura” -en la que los guiones indican que en el fondo no se puede legítimamente desintegrar, aunque se puedan estudiar uno por uno sus elementos- Heidegger pretende poner fuera de juego la tradicional separación o escisión entre un sujeto y un objeto; esta oposición dualista de la que se ha partido constantemente en la tradición es la que ha dado pie a que se contraponga una opción “realista” (en la que el modelo es “Objeto → sujeto”) y otra opción “idealista” (en la que el modelo es “Sujeto → objeto”). Pero, ¿es necesario, pregunta Heidegger, tener que elegir entre la primacía del objeto postulada por el realismo o la prioridad del sujeto que defiende el idealismo? ¿No comparten en el fondo estas dos posiciones enfrentadas un supuesto común (el de que en el punto de partida hay por un lado un objeto y por otro un sujeto aislados mutuamente y el de que uno de ellos es el elemento principal por ser independiente del otro)? Pero si es cierto -como Heidegger se propone mostrar- que la existencia humana es en su raíz un estar-en-un-mundo toda esta batalla entre el realismo y el idealismo pierde su razón de ser: se trata de una disputa estéril, bizantina. Ni el hombre es un sujeto ni el mundo es un objeto. El “mundo”, por ejemplo, es un campo global, un horizonte omniabarcante, en el que los entes aparecen con un sentido: se muestran siendo esto o siendo aquello. Veamos cómo avanza el primer libro de Heidegger desde el punto de partida que acabamos de reseñar.
¿En qué consiste el cotidiano vivir de la existencia humana en tanto estructurada a priori desde su ser-en-el-mundo? En estar siempre ya embarcada en distintas actividades en las que convive con otros seres humanos; unas actividades o quehaceres que van desde las labores más comunes como alimentarse y asearse hasta las más sofisticadas como implicarse en la ciencia o en el arte. Pero Heidegger, llegados aquí, apunta lo siguiente: la analítica de la existencia con la que arranca la filosofía cuando busca una respuesta para la pregunta por el ser no puede describir exhaustivamente las distintas ocupaciones en las que están enrolados los seres humanos; tiene que intentar sacar a la luz algo más básico y radical que esto. ¿Qué puede ser eso? La analítica debe orientarse a destacar cuáles son los componentes de la existencia gracias a los cuales los seres humanos pueden vivir entregándose a una enorme variedad de actividades. Después de cavilar sobre este asunto concluye Heidegger lo siguiente: la vida humana está sostenida y atravesada por tres existenciarios, por tres componentes suyos, a los que denomina “encontrarse”, “habla” y “comprender”. Vayamos brevemente con cada uno de ellos, teniendo en cuenta lo siguiente: cada uno de los existenciarios desgranados por la analítica de la existencia es lo que posibilita que se desplieguen un tipo de conductas o comportamientos con los que el ser humano va viviendo, va desarrollando su mundano existir.
El “encontrarse” o la “disposición afectiva” (Befindlichkeit) es el componente de la existencia humana que permite las distintas conductas emotivas, el aflorar de los variados sentimientos, la cristalización de los estados de ánimo (todas estas conductas, importa destacarlo, están marcadas por lo que Husserl denominaba “intencionalidad”, en este punto, por lo tanto, Heidegger sigue a su maestro). ¿Qué se notifica, en general, en los estados emocionales en los que los fenómenos nos resultan patentes y manifiestos? Se nos notifica, dice Heidegger, cómo nos van las cosas que nos importan. En su tratado de 1927 Heidegger estudió con detalle dos comportamientos emocionales: el sentimiento de temor y el sentimiento de angustia.
El “habla” o “discurso” (Rede) es el ingrediente de la existencia que da paso a las diferentes conductas verbales, a los comportamientos en los que se profieren frases y se organizan discursos. El lenguaje -posibilitado por este específico existenciario- es un cauce por el que se revelan los fenómenos siendo esto o siendo aquello: hablando de las cosas éstas se nos manifiestan de un modo u otro. Por otra parte, con el lenguaje se despliega la comunicación de unos seres humanos con otros, y gracias a ella se coordinan sus conductas respectivas y se ponen en común las situaciones compartidas. El lenguaje, en definitiva, es clave a la hora de que se defina y cuaje un mundo común.
Llegamos así al tercer existenciario que es descrito en el libro de Heidegger. Se trata del “comprender” (Verstehen). Heidegger afirma que este ingrediente de la existencia humana circunscribe su “poder-ser”: indica que los seres humanos son seres-de-posibilidades, seres abiertos a posibilidades. Así, gracias al comprender, se definen una y otra vez los proyectos vitales en los que la existencia está comprometida y los planes de vida en los que está implicada. Cuando la existencia ejerce y realiza posibilidades de sí misma, subraya Heidegger, a la vez comprende tales o cuales fenómenos, capta o interpreta el sentido de los entes que le salen al paso (por ejemplo, en el trabajo del carpintero -el cual ejerce un oficio fabricando muebles de madera- se le presentan, en las situaciones de su experiencia, una serie de utensilios como el martillo, el destornillador o los alicates, además de clavos y tornillos -es decir, en el desempeño de esta posibilidad de sí mismo dibujada por su profesión el carpintero comprende toda una concreta trama de sentido, un plexo de fenómenos).
¿Qué conjuga o aglutina, en primera instancia, estos tres ingredientes de la existencia humana? ¿Qué reúne estos tres existenciarios? Para referirse a esto acude Heidegger a la palabra alemana “Sorge”, que puede traducirse aproximadamente con el término “cuidado”. El ser humano, cuando es analizado filosóficamente, se muestra aquí como un ser que “cuida de sí mismo” -que se ocupa de sí mismo- desplegándose según lo que marcan el encontrarse, el habla y el comprender. El “cuidado”, por lo tanto, y así concluye la primera parte del tratado de 1927, es el “ser” de la existencia humana, es eso que la define.
En la segunda parte de Ser y tiempo Heidegger prosigue esta peculiar investigación denominada “analítica de la existencia”, y lo hace imprimiéndole un cierto giro dramático. En la primera parte del libro había estudiado preferentemente la existencia cotidiana, la vida ordinaria, entregada a quehaceres comunes y corrientes. Pero ahora afirma que, a pesar de que esta es nuestra habitual manera de vivir, y que precisamente por eso es importante tenerla en cuenta, la existencia cotidiana está escorada inevitablemente hacia la “inautenticidad”. ¿Por qué? Porque ordinariamente el existir se anquilosa, se acomoda, se asienta satisfecho en lo familiar y asegurado, se pliega a lo acostumbrado. Pero con ello el existir humano pierde su imprescindible dosis de riesgo y aventura. Por este motivo, en la segunda parte de Ser y tiempo, Heidegger menciona una serie de fenómenos que llaman y convocan a la existencia a despertar de su letargo y a dirigirse hacia un vivir más auténtico, genuino e inseguro. Entre estos fenómenos o experiencias que sacuden y conmueven la vida ordinaria impulsándola más allá de sí misma hacia la existencia auténtica destaca la conciencia de la muerte: ella nos recuerda, de un modo rotundo, nuestra radical finitud; la conciencia de la propia muerte -su “anticipación”- nos notifica que sólo vivimos, nada más, una única vez. Y este hecho inapelable -que suele ser tapado en el día a día cotidiano, en el que se finge ignorarlo- es algo que impele a apurar y elegir las mejores posibilidades: las que más se acompasan con nuestro propio ser y su genuina vocación.
Una vez ha llegado a este punto el libro de 1927 continúa así: el “cuidado” es el ser de la existencia, el término en el que convergen los tres principales existenciarios. Pero, a su vez, pregunta Heidegger, ¿cuál es la base del ser del existir? ¿sobre qué se sostiene el “cuidado” en el que la existencia está remitida a sí misma, a su tener que ser esto o aquello (y nunca todo a la vez en tanto asumir unas posibilidades implica descartar otras)? En el tratado de 1927 concluye Heidegger lo siguiente: lo que sostiene el cuidado -el “sentido” del ser del humano existir- es el tiempo. El existir es radical y originariamente temporal. Y este tiempo, el tiempo del existir en tanto distinto del mero tiempo cronológico, contable y calculable, afirma Heidegger, pivota sobre el futuro en tanto éste es la fuente de la que manan las posibilidades. Heidegger discute así la teoría tradicional del tiempo -en la que estuvo imbuido también su maestro, Husserl- en la cual siempre se sostiene que el tiempo se define desde el presente (aunque no solo desde el ahora fugaz, sino de un presente que por su permanencia y constancia conduce al tiempo hacia la eternidad del fundamento de todo -sea la eternidad de las Ideas platónicas o del Dios del cristianismo o del Sujeto humano del idealismo). En definitiva, Heidegger elabora una teoría del tiempo en la que éste tiene su dimensión prioritaria en el futuro. Y en este punto preciso -después de destacar la radical historicidad de la existencia humana en tanto está atravesada y sostenida por el tiempo- se interrumpe el libro.
El plan del tratado filosófico ideado por Heidegger era más amplio de lo que contenía el libro publicado. Heidegger entendía que tenía que mostrar con detalle y de un modo concreto cómo el tiempo de la existencia humana está conectado con el tiempo del ser en general; no solo la entraña de la existencia es temporal, también lo es todo lo demás. Pero eso es algo que tiene que ser probado. Y Heidegger nunca llegó a conseguirlo. ¿Por qué no completó el libro titulado precisamente Ser y tiempo? Heidegger cayó en la cuenta de que a pesar de sus enormes esfuerzos no se había desprendido suficientemente del idealismo moderno. En su libro buscaba una respuesta a la pregunta por el sentido del ser en general -un sentido que tiene que estar en todos los entes, sean del tipo que sean- en un análisis de la existencia humana; por eso mismo daba por descontado que si la existencia es radicalmente temporal también debería serlo el “ser” (y esto explica el título del libro: no sólo “existencia y tiempo” sino, también, y, sobre todo, “ser y tiempo”). Pero, ¿no significa esta hipótesis nada menos que proyectar lo que es el ser humano sobre todo lo demás? En su ensayo, por lo tanto, terminaba afirmando la primacía de la existencia humana sobre el “ser” o respecto al “ser”; pero esta es precisamente una tesis idealista: una tesis antropocéntrica y antropomorfa. Su primer intento de superar el modelo “Sujeto → objeto”, es decir, las coordenadas mismas de la filosofía moderna, había concluido con un enorme fracaso. Intentó una cosa y salió otra. Por eso, en todas sus obras posteriores, enmendando o rectificando lo que había sostenido en su primer libro, se aventuró por una serie de rutas distintas, por unos caminos inciertos, siempre buscando una respuesta para la pregunta por el “ser” (una pregunta que incluye la pregunta por la existencia humana, pero que no se subordina a esta pues, sea lo que sea, el ser humano no es el fundamento de todo, no es el sujeto del mundo).
2.3 La historia de la metafísica y su destino contemporáneo
El contante caballo de batalla de Heidegger es lo que suele denominar la “metafísica occidental” (una forma de pensar y una forma de ser inaugurada por Platón cuando postula la radical dicotomía entre un mundo sensible inferior -cambiante, efímero, múltiple, perecedero, particular, etc.- y un Mundo Inteligible superior -permanente, idéntico, eterno, universal, etc.). El principal “reproche” que le dirige es el siguiente: la metafísica occidental desde Platón en adelante se sostiene y se nutre de un “olvido del ser”. ¿Qué está diciendo en esta declaración? Principalmente que tradicionalmente se ha confundido el ser -un verbo, algo dinámico- con el único y fijo Ente Supremo, es decir, se ha equiparado al ser con el Fundamento de la totalidad del ente. ¿Qué hace el Fundamento? ¿Qué pretende conseguirse apelando a él? El Fundamento es un dispositivo que, una vez implantando en un mundo -en su ciencia, en su arte, en su política o en su religión, etc.- ambiciona clausurarlo, cerrarlo, dotarlo de una completa universalidad y una exclusiva necesidad. Desde el Fundamento -desde la creencia de que “ser” es igual al ente superior que sostiene todo y al que todo tiende- se decreta dogmáticamente que solo cabe un Mundo Verdadero, que solo hay un único Orden legítimo regido por una Ley que lo separa tajante y definitivamente del caos (esta ley del orden es la ley de la razón, la ley que dirime qué es racional y qué no lo es, que define en qué consiste la Verdad, el Bien, la Belleza, que señala cuáles son los ideales supremos, etc., etc.).
Pero, y aquí está la contribución principal de Heidegger, no es cierto que “ser” -que el “ser” (sea dicho sustantivando un verbo)-, sea sin más un ente supremo; el “ser” no es un fundamento. Así el olvido del ser en el fondo no es otra cosa que el olvido de la “diferencia ontológica”. Cuando, a priori, hay comprensión del ser -una comprensión que sostiene el existir humano y su trato con los entes en distintas actividades (arte, ciencia, técnica, religión, política, etc.)- se está implícitamente comprendiendo la diferencia entre el ser y los entes. Al pensar, a la filosofía, en tanto pregunta por el ser, le corresponde, entre otras tareas, volver expresa o explícita esa radical y crucial “diferencia”. Este nuevo pensar por el que Heidegger pelea se concentra en el intento de recordar eso que ha sido continuamente olvidado por la metafísica del fundamento. Y ¿a qué conduce el recuerdo del ser olvidado tradicionalmente en la historia de occidente? Por ejemplo, conduce a asumir, con todas sus consecuencias, la ausencia de un Fundamento (mostrando que esta ausencia es positiva, que la falta de un Fundamento no implica que el orden sea arrasado por el caos o que triunfe simplemente la irracionalidad más completa). El mensaje de Heidegger -incluido en el “recuerdo” del ser olvidado tradicionalmente- es este: cuando se deja de creer y de anhelar un único y permanente Mundo Verdadero se cae en la cuenta de que hay múltiples mundos posibles, unos ya acaecidos, otros acaeciendo y, sobre todo, pues la modalidad del tiempo primordial es la del futuro, otros aún por llegar. “Otros mundos, son también, posibles”, es, en el fondo, la apuesta propia de la ontología propuesta por Heidegger, apuesta enraizada precisamente en la diferencia ontológica.
Diremos algo más sobre lo Heidegger ha llamado “diferencia ontológica”. Heidegger afirma que, aunque sea implícitamente, cuando se comprende “ser” -y esto es algo que ocurre “a priori”, es decir, “ya siempre”, nos percatemos de ello o no lo hagamos- se está comprendiendo una diferencia. La diferencia ontológica tiene una vertiente llamémosla negativa y otra vertiente positiva. Expliquemos brevemente cada una de esas dos vertientes.
En su lado negativo la diferencia ontológica señala que “ser” no es un ente; el ente “es” -es decir, algo se muestra o manifiesta siendo esto o siendo aquello- y por lo tanto los entes tienen alguna “relación” con el “ser” (el principio que rige de antemano en su mostración o en su manifestación); pero, por su parte, el ser, insiste Heidegger, no es un ente. Por eso, por no ser algo determinado, el ser -lo que denota este verbo- no puede ser propiamente definido: el ser es siempre ya comprendido (ya siempre estamos en una comprensión del ser desde la que se accede a los entes de un modo concreto) pero, y aquí está la paradoja, es algo completamente escurridizo, se escapa inexorablemente cuando se pretende capturarlo en un concepto o atraparlo en una definición.
En su lado positivo la diferencia ontológica da paso a una amplia serie de consideraciones que Heidegger ha expuesto por extenso en sus libros posteriores a Ser y tiempo. A pesar de que en su vertiente negativa la diferencia ontológica prohíbe decir algo afirmativo respecto a la pregunta “¿qué ‘es’ el ‘ser’?” cabe preguntar positivamente “¿qué significa ‘ser’?” La respuesta de Heidegger es compleja, en distintas obras ha ido desgranando pacientemente distintos aspectos de esta respuesta. Destacaremos, ahora, únicamente tres de ellos: a) “ser” es un acontecimiento en el que resulta abierto y despejado un mundo histórico, una época del mundo con una serie de procesos específicos en el que se va definiendo y concretando; b) “ser” es el envío de un elenco de posibilidades de juego que se van desplegando en la comprensión de los fenómenos (por ejemplo, en la ciencia, en el arte, etc.); c) el “ser” se da como una donación de lo posible, pero en este darse, a la vez, se retrae, se retira, facilitando así su olvido, su desconsideración (pero, ¿por qué se retrae y se disimula? ¿qué indica con ello? La sustracción del ser, su darse retirándose, implica que siempre se reserva, que nunca se agota, que se da una y otra vez, recurrentemente, por eso, el ser es inseparable de la historia: hay una intrínseca historia del ser, del ser en su comprensión, una comprensión en la que está prendida la existencia humana pues gracias a ella los entes se le manifiestan siendo esto o siendo aquello en el seno de las actividades que desempeña).
Un importante aspecto de la obra de Heidegger consiste en una exposición minuciosa de la historia de la metafísica. La historia de la metafísica -en la que se pueden rastrear los supuestos que han protagonizado en última instancia la historia misma de Occidente- es, desde la óptica filosófica aquí adoptada, la historia de los avatares del Fundamento. Puesto que se han dado tres grandes versiones del Fundamento Heidegger ha señalado tres grandes etapas en la metafísica hasta ahora acontecida. En la primera el fundamento absoluto ha sido localizado en el “Mundo”, en la segunda en “Dios” y en la última en el “Hombre”; cada uno de estos conceptos designa, por lo tanto, al ente supremo, a la realidad superior, una realidad omnipresente, constante, permanente, idéntica a sí misma, fuente de la Ley y el Orden, sede de la Razón. Con unas pocas pinceladas ampliaremos a continuación estas ideas básicas.
La metafísica nace en la Grecia clásica con el esencialismo propugnado por Platón y por Aristóteles. Fijémonos en Platón: él postula que hay un mundo inferior, cambiante, múltiple, volátil y fugaz, particular, contingente, el mundo sensible, el mundo de las sombras que desfilan desordenadas dentro de la Caverna; pero por encima de este caos, está el Mundo Inteligible, el Mundo de la Verdad, la Belleza, el Bien, el Mundo de las Ideas, de los Arquetipos o Modelos de todos los fenómenos, la Luz del Sol. Puesto que el Mundo de las Ideas es el fundamento eterno, idéntico, permanente, etc., del mundo sensible, solo hay un único orden racional definido y sostenido sobre leyes inmutables. La metafísica posterior se ha movido siempre por los cauces o la senda inaugurada por Platón: toda la metafísica, de un modo u otro, es una forma de “platonismo” en tanto se apoya en distinguir dos planos y establecer entre ellos una rígida jerarquía: por un lado, el plano de lo fundamentado -lo inferior, lo subordinado, lo secundario- y, por otro lado, el plano del fundamento -lo superior, lo prioritario, lo principal.
La segunda etapa de la historia de la metafísica está profundamente marcada por la irrupción del cristianismo. Desde ese momento se sostuvo que el ente fundamental, el ente supremo, es un único Dios, creador de todo desde la nada, omnipotente, omnisciente, etc. Esta tesis, este principio, ha sido sostenido no solo durante la Edad Media, se mantuvo, con ciertas variantes, durante el Renacimiento y la primera modernidad, entre los siglos XVII y XVIII. Esta larga etapa es, pues, el periodo del triunfo del teocentrismo.
La tercera etapa, y última por el momento, despunta con la modernidad plena en la Ilustración del siglo XVIII. En ella se afirma que el único fundamento legítimo es el Hombre, entendido como el “Sujeto” de la Razón universal. Se impone así el modelo “Sujeto → objeto”. Todos los objetos -sea los objetos verdaderos propios de la ciencia, los objetos buenos propios de la moral, o los objetos bellos propios del arte- son construidos, constituidos o creados por y para el Sujeto humano. Es el reino del antropocentrismo y del antropomorfismo. El Sujeto humano racional, como destaca Kant, es un legislador autónomo: todas las leyes que definen y circunscriben el orden del mundo -sea en el terreno científico, social y político, artístico, etc.- son leyes puestas por el “hombre”. Estamos, cronológicamente, en los siglos XVIII y XIX. ¿Y el siglo XX? Heidegger sigue aquí, en parte, el diagnóstico de Nietzsche: este siglo está marcado a sangre y fuego por el advenimiento del nihilismo. La modernidad entra en una crisis cada vez más honda y profunda de la que aún no se ha salido. Heidegger ha dedicado muchas páginas a intentar ofrecer un diagnóstico detallado de lo que sucede en esta fase final de la era moderna del mundo. Por ejemplo, ha insistido, como ampliaremos más adelante, en el auge imparable de la tecnociencia como característico de estos tiempos convulsos y revueltos; la tecnociencia, sostiene Heidegger, parece que “libera”, que es la punta de lanza del Progreso, pero esta es solo su cara luminosa; el imperio de la tecnociencia tiene un reverso tenebroso que Heidegger ha pintado con colores oscuros. Bajo la luz de la ciencia tecnificada están los proyectos de dominio de la naturaleza y de la sociedad, así, la libertad prometida por la Ilustración se convierte en una nueva y férrea opresión en la que se opera con la creencia de que todo puede ser predecible, controlable, calculable; en la era tecnocientífíca del mundo, todo resulta nivelado, aplanado, homogeneizado, uniformizado, como prueba el hecho de que el valor máximo esté en el dinero, un valor que a la vez lo es todo y es nada. La tecnociencia, en definitiva, es uno de los cauces por los que el mundo es invadido por la fuerza destructiva del nihilismo que todo lo descompone y desintegra.
Un apunte más para terminar este apartado. ¿Qué significa “pensar” según Heidegger? El pensar filosófico lleva a cabo un preguntar por el ser en su despliegue epocal y en su concreción mundana. ¿Y cuál es la tarea o la encomienda de este pensar ontológico? Custodiar y salvaguardar la diferencia ontológica implícita en la compresión del ser sobre la que pivota la existencia humana en cada época del mundo. ¿Y cómo se protege y cuida esta diferencia? Ante todo, impidiendo la imposición de un fundamento y recordando que más acá o más allá del “mundo real” están siempre los múltiples mundos posibles que penden de un acontecer del ser en el que son enviadas una y otra vez posibilidades.
2.4 La pregunta por la técnica
Heidegger desarrolló -en el marco de un pensar ontológico, en las coordenadas de una filosofía que pregunta por el ser- una filosofía del arte y una filosofía de la técnica. Expondremos a continuación las líneas principales de la meditación heideggeriana sobre la comprensión técnica de los entes o fenómenos.
La filosofía de la técnica propuesta por Heidegger comienza con la discusión de un modo habitual, común y corriente, de entender y ejercer el saber técnico. Heidegger comienza rechazando la concepción “instrumentalista” de la técnica. Según esta concepción la técnica únicamente provee de una serie de medios posteriores respecto a unos fines definidos con anterioridad. En esta concepción tradicional, que solemos aceptar sin preguntar por ella pues nos parece obvia y evidente, se sostiene, además de lo dicho, que los “medios técnicos” son enteramente “neutrales” respecto a los fines en los que se plasman necesidades o demandas, por ello, subraya Heidegger, se cree que respecto a todo aparato técnico es fácil distinguir a la postre entre un “buen uso” y un “mal uso” (pero, pregunta Heidegger, ¿cabe acaso un “buen uso” de una bomba atómica? ¿no será ingenua esta idea de la pura neutralidad de lo técnico?). Por otro lado, destaca Heidegger que esta concepción instrumentalista de la técnica reposa en el fondo sobre un idealismo filosófico, es decir: sobre un antropocentrismo o un antropomorfismo; desde esta óptica idealista se sostiene que el hombre es el Sujeto de la técnica, es el Hombre, por lo tanto, el que desde sí mismo, por sí mismo y para sí mismo, establece los fines y define los medios. ¿Y cuál es el fin último de la técnica según el hombre moderno? El dominio de la naturaleza, su control (por eso entiende a la naturaleza como una “máquina”, como una trama predecible de causas y efectos que puede reflejarse en leyes cuantitativas, etc.). Si el hombre es el sujeto de la técnica entonces él es su dueño y señor, lo técnico, por lo tanto, lo que resulta de este modo de comprender los entes (una serie de utensilios, aparatos, herramientas, etc.), obedece sin más a su libre voluntad. En esta concepción instrumentalista y antropocéntrica arraiga el optimismo tecnocientífico propio del mundo moderno: se entiende que la técnica es el estandarte, la punta de lanza, del Progreso de la historia, creyendo así ciegamente que, con más técnica, con una mayor cantidad de artefactos, se logra sin más un mundo mejor. Este optimismo debilita la actitud crítica y, por ello, Heidegger lo rechaza. En definitiva, y, en primer lugar, este autor sostiene que la concepción antropológica e instrumentalista de la técnica es deficiente, y por eso, una filosofía de la técnica tiene que intentar entender qué es la técnica y lo técnico de un modo más completo, complejo y adecuado.
¿Qué es la técnica? Heidegger inicia su respuesta a la pregunta con la siguiente consideración: la técnica es un modo de comprensión en la que los entes -antes ocultos y velados- son desvelados o desocultados en un ámbito previamente abierto y despejado. En ese ámbito, en el que están inscritas unas determinadas posibilidades, se concretan las necesidades, se establecen los fines, se definen los medios y se delinean la forma y la función de los útiles o aparatos. Por su parte, los seres humanos pertenecen al ámbito del desocultamiento de los fenómenos por parte del saber técnico y participan en él sea como usuarios o como artífices.
Partiendo de este hilo conductor –“la técnica consiste en la desocultación de los entes”, etc.- Heidegger afirma que la comprensión técnica de los fenómenos no flota en el vacío ni es siempre igual. El saber técnico acaece y cristaliza según diferentes modalidades históricas que pueden ser estudiadas con detalle. A Heidegger le interesa sobre todo entender a fondo en qué consiste la técnica moderna, la técnica que actualmente se está desplegando; y para ello, dando aparentemente un largo rodeo histórico, realiza una comparación o traza un contraste entre la técnica griega -el modo del saber técnico propio de la Grecia clásica- y la técnica moderna.
¿Qué modalidad específica y peculiar de la comprensión técnica ha cuajado en el mundo moderno? En primer lugar, se trata de una técnica que está atravesada y sostenida por la ciencia: lo que impera en la modernidad es, pues, la “tecnociencia”. La técnica moderna se desarrolla en base al modelo “sujeto → objeto”; así, esta modalidad moderna de la técnica, se presenta como la propia de un hombre que se cree desgajado o separado de la naturaleza, que se toma como una instancia anterior y superior a ella. Y esta creencia o supuesto de fondo –“el hombre es el sujeto de la técnica, la cual es una creación suya gracias a la cual domina la naturaleza poniéndola a su servicio”- marca el modo específico de desocultamiento del ente que rige de antemano en la técnica moderna. La técnica propia del mundo moderno es, en su raíz misma, provocadora, desafiante, retadora, chulesca, procede con violencia y se emplea con agresividad; por ello, con entera coherencia, considera a la naturaleza de la que se nutre un mero depósito inerte ilimitado del que puede sacar por las bravas y sin miramientos materias primas y energía. Por este motivo, la crisis ecológica contemporánea, no es ya un desgraciado o desafortunado daño colateral o efecto secundario de la moderna configuración del saber técnico: la devastación de la tierra está incorporada -aunque sea implícita e inconscientemente- en sus premisas. La técnica moderna por su propio modo de ser -y no por azar o casualidad- encubre y oculta que la Naturaleza -la biosfera del planeta tierra- es una serie de ecosistemas anidados unos en otros en un equilibrio frágil y precario.
La descripción de la técnica moderna propuesta por Heidegger continúa resaltando lo siguiente: tal vez durante los siglos XVIII y XIX los seres humanos de la modernidad occidental aún se creían -con la soñadora ingenuidad de vivir en un tiempo nuevo lleno de las brillantes promesas de un mundo mejor- dueños de la técnica. Pero ya en el siglo XX a la vez que disfrutan de los vertiginosos e imparables “avances de la técnica” empiezan a vislumbrar que no todo es luz y mediodía en la moderna tecnificación del mundo. Va calando así un atmosférico malestar que ha dado pie, por ejemplo, a las “distopías” plasmadas en las novelas y en el cine de ciencia ficción (Huxley, Orwell, Bradbury, Phillip K. Dick, etc.). Lo que era una promesa -la del mundo feliz de la tecnociencia- se revela también como una potencial amenaza. En este contexto, propio del siglo XX, se enmarca la filosofía heideggeriana de la técnica. De presunto señor de la técnica, dueño de su destino, el hombre ha empezado más bien a sentirse su siervo, una pieza sustituible de un engranaje automático, por ejemplo, cuando actúa, espoleado por los imperativos publicitarios, como un dócil consumidor que acumula sin sentido cientos de aparatos con una utilidad dudosa.
Realizado este diagnóstico, ¿cuál es la apuesta heideggeriana? Por un lado, Heidegger considera que no es apropiado “demonizar” sin más a la técnica. Si, por su parte, en sus escritos, ha resaltado su lado oscuro, su cara amenazante, es porque entiende que el ciego optimismo tecnológico es casi tan dañino como lo son muchos artefactos de entrada poco benéficos. Por otro lado, entiende que no está de más articular una ética y una política de la tecnociencia, pero, por importantes que éstas sean, no bastan. Hace falta algo más radical. En el fondo, cuando Heidegger comparaba la técnica griega con la técnica moderna, ya apuntaba implícitamente hacia la tesis siguiente: tiene que perseguirse, se tiene que buscar, otra modalidad del saber técnico distinta de la que ha imperado en el mundo moderno. Esto es más fácil enunciarlo que conseguirlo. Los complejos procesos históricos desencadenados por la técnica moderna -en tanto es errónea la creencia en que somos el sujeto de la técnica- no están simplemente en manos del hombre: la existencia humana incardinada en el mundo moderno no puede, sin más, por la mera “fuerza de su voluntad”, controlar y dirigir estos procesos. Los seres humanos no son ni los meros esclavos de la técnica ni sus dueños omnipotentes: están en un punto intermedio entre estos dos extremos exagerados. En este punto Heidegger combate tanto el pesimismo o el fatalismo de la resignación como la ingenuidad optimista según la cual todo es posible en cualquier momento con solo quererlo libre y voluntariamente. Pero al menos la meta está, en buena medida, clara: el pensar de la diferencia ontológica se guía, por un lado, por la idea de que otra técnica es posible, y, por otro lado, por la constatación de que hace falta una técnica respetuosa con la naturaleza, una técnica menos agresiva y prepotente, que no considere a la biosfera como un objeto inerte que debe ser dominado por un sujeto que no es sino un hombre endiosado, lleno de narcisismo y soberbia e ignorante de su finitud. Al pensar filosófico, en tanto arraiga en una actitud crítica respecto al actual curso del mundo, le corresponde preparar la llegada de esta otra posible técnica, le toca propiciar su venida (la cual, en última instancia, pende de algo que no se puede prever ni provocar, pende de lo que Heidegger llama un “acontecer del ser” -expresión que traduce una palabra clave en su propuesta filosófica: “Ereignis”).
2.5 Gestell y Ereignis: el último Heidegger
Ante la pregunta ¿qué es lo que, al menos tendencialmente, aspira en la actualidad a erigirse en lo fundamental, en el fundamento último y la meta primera de este periodo de la época moderna del mundo? Responde Heidegger: la Técnica, la técnica organizada científicamente o la ciencia diseñada técnicamente, es decir, la tecnociencia. Sin embargo, subraya Heidegger, el imperio de la técnica, su pretensión de erigirse en el fundamento de todo, en aquello a lo que todo debe reducirse para ser plena y completamente racional, no es sino el síntoma secreto de la profunda crisis que afecta por doquier a la era moderna del mundo (cuyo signo está, como ya Nietzsche auguró, en la llegada de un nihilismo devastador y destructivo que tiñe de colores oscuros el futuro del planeta y la suerte de sus habitantes). Con el fin de pensar filosóficamente este complejo proceso histórico acude Heidegger al término “Gestell”, el cual puede traducirse aproximadamente como “imposición de un armazón” o “armazón impositivo”. Adoptando este concepto como hilo conductor -en tanto pretende ofrecer con una palabra única una sinopsis de qué elemento aglutinante subyace al statu quo- Heidegger intenta poner de relieve una serie de fenómenos o procesos en marcha, por ejemplo los siguientes: a) impera por todas partes la pretensión de planificar, prever y calcular todas las cosas, tanto las naturales como las sociales; b) todo se uniformiza, se nivela, se homogeneiza a nivel planetario, las diferencias, así, se van extinguiendo, se van perdiendo; c) la eficacia, el inmediato rendimiento económico, la utilidad directa, se va convirtiendo en la única medida de todas las cosas, así todo aquello que no proporcione un beneficio a corto plazo se va dejando de lado como insignificante y superfluo; d) todos los entes son definidos en su “esencia” como mercancías en stock (lo que Heidegger llama en sus textos “Bestand”), es decir, todo aparece o se manifiesta como puramente consumible, en todo se minimiza su valor de uso y sólo resalta su valor de cambio, todo es susceptible de compraventa, nada escapa así al único valor que se reconoce valioso, el valor del dinero, etc.
Sin embargo, no todo es enteramente negativo en este sombrío panorama. Cuando la crisis toque fondo, afirma Heidegger, cuando los peligros, los riesgos y las amenazas sean inocultables e inaplazables, se terminará cayendo en la cuenta de que la crisis de un mundo dibuja una y otra vez una encrucijada: la crisis, es pues, también, cuando se la afronta en su raíz y sin subterfugios, una oportunidad de cambio. Por eso, apunta Heidegger en sus escritos, la extensión global del Gestell incluye también el preludio de un “Ereignis” (un acontecer del ser, es decir, un inédito envío de posibilidades aún por venir, etc.). La tradicional metafísica del fundamento -la cual está también detrás del imperar del Gestell- reprime los mundos posibles desde el postulado dogmático de que sólo es adecuado a la razón un único y fijo Mundo Verdadero; por eso, el hilo conductor del pensar que cuida de la diferencia ontológica -un pensar que rechaza la imposición de un Fundamento- está en la fórmula: “otros mundos son, también, posibles”. ¿Y cuál es aquí la tarea del pensar y la encomienda dirigida a los seres humanos? Preparar y precipitar un “Ereignis”; nada más y nada menos.
En sus escritos Heidegger, como también ocurre en autoras como María Zambrano, etc., ha mostrado un enorme interés por el lenguaje de la poesía. Gracias a la atención a algo tan modesto como el lenguaje poético, piensa Heidegger, se puede empezar lentamente a contrarrestar los efectos negativos del Gestell y del nihilismo que lo acompaña. Veamos brevemente en qué consiste esta peculiar vertiente de la filosofía de Heidegger. Como ya hizo a propósito de la técnica este autor comienza discutiendo la habitual concepción instrumentalista y antropocéntrica del lenguaje; el ser humano es un ser intrínsecamente lingüístico, pero precisamente por eso, argumenta Heidegger, el lenguaje no es una pura creación suya, ni, tampoco, puede ser legítimamente tratado como un mero instrumento dócil para sus propósitos. Cuando el ser humano se cree, por soberbia, “sujeto del lenguaje” -su dueño y señor- y lo trata como un “objeto”, lo empobrece, lo deteriora, lo destruye (en vez de asumirlo como lo que es, un tesoro que debe cuidar y proteger). ¿Qué es, entonces, el lenguaje? Un cauce irreductible del desocultarse del ente en la comprensión. Y ¿por qué dentro del lenguaje tiene una especial importancia el lenguaje poético? En el lenguaje de la poesía el poeta deja hablar al propio lenguaje en vez de empeñarse en vano en “dominarlo”; el poeta ayuda a que el lenguaje se despliegue desde sí mismo; el poeta, en definitiva, escucha al lenguaje, responde a su llamada y su interpelación, dando así voz y palabra a lo que aún no ha sido dicho de los fenómenos del mundo. El lenguaje poético -como Heidegger trató de mostrar en sus interpretaciones de poemas de Hölderlin, Rilke, Trakl, etc.- es el lenguaje vivo, fresco, el lenguaje que mantiene pleno su poder verbalizador o su fuerza nominativa. Es el lenguaje que reverdece las desgastadas palabras y las acartonadas frases del lenguaje común y corriente. El lenguaje humano, el lenguaje hablado o escrito por los seres humanos, es, concluye Heidegger, en última instancia, el “lenguaje del ser”, es decir, un lenguaje que proviene del acontecer del ser y que, a su vez, se dirige hacia ese acontecimiento recurrente, siempre por venir, siempre cerca de advenir de nuevo, otra vez, una vez más.
3. Gadamer
3.1 La hermenéutica en sus transformaciones
Tradicionalmente la hermenéutica ha consistido en el arte de la interpretación de textos canónicos. De este modo, en Occidente, se fueron desarrollando tres hermenéuticas distintas, ocupadas cada una en un campo diferente: una hermenéutica religiosa centrada en el estudio de la Biblia y otros textos sagrados; una hermenéutica jurídica dedicada a la interpretación de los textos legales y a la aplicación de la ley a casos concretos; una hermenéutica literaria, en la que se interpretan obras de ficción como las novelas, se interpreta la poesía, o se aborda el problema de la adaptación de obras teatrales a su representación escénica.
En el siglo XIX la hermenéutica tradicional que se acaba de mencionar atravesó dos transformaciones. Por un lado, en el marco del idealismo romántico, Schleiermacher buscó una “hermenéutica general” en la que se pudieran apoyar las tres direcciones de la hermenéutica clásica. Por otro lado, Dilthey, cuando intentaba llevar a cabo una fundamentación metódica de las ciencias del espíritu elaboró una hermenéutica de raíz psicológica.
En el siglo XX el terreno de la hermenéutica ha pasado por dos transformaciones más profundas que las que tuvieron lugar en el siglo XIX. En la primera mitad del siglo XX, Heidegger sostuvo que la analítica de la existencia humana era una “hermenéutica de la facticidad”: una interpretación del existir “fáctico”, es decir, de un existir que se encuentra siempre ya lanzado o arrojado en un mundo con unas específicas posibilidades. En la segunda mitad, Gadamer, discípulo de Heidegger, por una parte realizó una crítica de las hermenéuticas metódicas -es decir, de las hermenéuticas que se orientaban a prescribir una serie de reglas que deberían aplicarse en la interpretación de los textos o de otros fenómenos históricos y culturales-; por otra parte, Gadamer se propuso radicalizar la tradición de la hermenéutica proponiendo una “ontología de la comprensión”, una hermenéutica filosófica desarrollada como desarrollo de la tesis de que la vida humana está íntegramente inmersa en el acaecer de la comprensión.
Desde luego, por último, las hermenéuticas tradicionales no han desaparecido a pesar del conjunto de transformaciones que acaban de mencionarse. Siguen existiendo, por ejemplo, las hermenéuticas religiosas y jurídicas. Además, en el siglo XX, ha ganado una enorme pujanza la hermenéutica literaria gracias a autores como Ingarden, Jauss e Iser; todos ellos han elaborado sofisticadas teorías sobre el acto de la lectura de obras artísticas. En la lectura de una novela, por ejemplo, nos dicen estos autores, se van fusionando poco a poco dos horizontes que inicialmente están separados: el horizonte de la obra -el mundo que una obra presenta y contiene- y el horizonte del lector (el cual, al sumergirse en la lectura, va rellenando lagunas, modificando sus expectativas, etc.).
3.2 La hermenéutica metódica y las ciencias del espíritu
En el siglo XIX era muy habitual considerar que el único ideal legítimo del conocimiento estaba en las ciencias de la naturaleza. Las ciencias naturales como la física serían las únicas ciencias serias, rigurosas, exactas, seguras; gracias a su método, el método hipotético-deductivo por un lado y sus complementos, el método experimental y el procedimiento de la inferencia inductiva, estas ciencias consiguen resultados necesaria y universalmente válidos.
Dilthey no discute la importancia de las ciencias naturales, ni su enorme rigor, pero sí rebate la idea de que sean el único modo legítimo en que puede desarrollarse la ciencia. Este autor se propuso defender la dignidad y solidez de las “ciencias del espíritu” -lo que en el siglo XX se denominan ciencias humanas o ciencia sociales (la psicología, la antropología, la sociología, la historia, etc.). Estas ciencias son ciencias peculiares que no tienen que llevar a cabo su cometido imitando a las ciencias naturales.
Dilthey aceptaba la tesis general, propia de la ciencia moderna (una tesis propuesta inicialmente por Descartes), de que la ciencia reposa en un método: la ciencia es ciencia por ser metódica; gracias al poder del método la ciencia consigue alcanzar una verdad cierta y segura sobre los fenómenos propios de su campo temático. Ahora bien, lo que ya no acepta sin más Dilthey es que únicamente haya un método aceptable: el método de las ciencias naturales. Si hay dos clases de ciencias -las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu- tiene que haber entonces también dos métodos distintos. Así Dilthey llegó a la siguiente conclusión: las ciencias naturaleza emplean un método explicativo, las ciencias del espíritu acuden a un método comprensión. Veamos esta tesis con un poco más de detalle.
Gracias a su método explicativo una ciencia como la física consigue obtener leyes causales que son plasmadas en fórmulas matemáticas. Pero un método así solo se puede aplicar a la Naturaleza, la cual es monótona, homogénea, uniforme, regular. Aplicar un método explicativo al escurridizo terreno de la sociedad y la cultura es estéril e inapropiado. Lo “espiritual” no puede reducirse a lo “natural”, son dos clases de realidades distintas: una irregular y otra regular, una heterogénea y otra homogénea, una arraiga en la libertad y la otra manifiesta por doquier la necesidad, etc.
Por lo tanto, y este es el punto central, Dilthey intentó ofrecer una fundamentación metódica de las ciencias del espíritu de tal manera que quede claro y asentado que son ciencias muy distintas de las ciencias naturales, pero tan legítimas como ellas.
¿En qué consiste la “comprensión” entendida como el método propio de las ciencias del espíritu? Dicho brevemente: la comprensión es el procedimiento por el cual el científico se adentra en el ser humano que investiga yendo desde fuera -desde sus manifestaciones externas- hacia dentro -hacia su yo interior y profundo, íntimo. Dilthey sigue aquí, en el fondo, la tesis filosófica del idealismo romántico del siglo XIX. Según esta posición el genio creador -por ejemplo, el autor de una novela- se expresa o se objetiva en su obra: el procesa va, pues, desde dentro hacia fuera. El método de la comprensión -un método hermenéutico de carácter psicológico- invierte la marcha del proceso creativo del individuo: parte de la capa exterior -en este caso del contenido de la novela- y se dirige hacia el yo interior del autor, hacia sus intenciones profundas, etc. Por eso, según Dilthey, el método comprensivo culmina con la “empatía” (Einfühlung) entre el yo investigador y el yo investigado: es así como dos “almas” terminan fundiéndose en una sola. Puro romanticismo, en definitiva.
La tesis general de Dilthey fue, en conclusión, la siguiente: si en las ciencias de la naturaleza opera el modelo “sujeto → objeto” (y, por ello, un método explicativo), en las ciencias del espíritu actúa el modelo “sujeto → sujeto”; es decir, en las ciencias del espíritu, gracias a ellas, el espíritu (humano) se conoce a sí mismo. Las ciencias del espíritu contienen, por lo tanto, el autoconocimiento del hombre.
Los planteamientos de este autor han quedado en el siglo XX ampliamente desfasados, aun así, suele reconocerse y alabarse su coraje a la hora de defender la dignidad de las ciencias sociales o culturales.
3.3 La ontología de la comprensión
El propósito central de Gadamer ha sido elevar la “hermenéutica” -lo que fue inicialmente el arte de la interpretación de textos canónicos, etc.- al rango de una “ontología” (en una acepción de este término cercana a la propuesta por Heidegger, maestro de Gadamer). Sostiene Gadamer que la filosofía se encarga de elaborar una “ontología de la comprensión”; en ella que se pregunta por el ser de la comprensión y por la comprensión del ser (en esta filosofía, por cierto, el lenguaje ocupa un lugar básico pues se pone el acento en el carácter “lingüístico” de la comprensión: se comprende algo desde el lenguaje y se comprende también, a la vez, el propio lenguaje en el que los fenómenos del mundo son dichos, son hablados o son escritos).
La ontología de la comprensión propuesta por Gadamer comienza rechazando el núcleo del planteamiento de Dilthey; según este autor la comprensión es el método de las ciencias del espíritu, un método gracias al cual estas ciencias alcanzan la verdad con garantía. Pero Gadamer no acepta que la comprensión sea solo un método -una serie de reglas que conducen hacia un conocimiento cierto y seguro-. Por lo tanto, como se verá a continuación, Gadamer sostiene que la “comprensión” o el “comprender” está ubicada más acá de la distinción metódica entre la explicación causal de las ciencias naturales y la comprensión empática de las ciencias del espíritu. En general, lo que también discute Gadamer es la tesis moderna -procedente de Descartes- según la cual a la verdad se llega exclusivamente a través de la aplicación mecánica de un método; por eso Gadamer tituló a su libro principal así: Verdad y método, la verdad, es lo que indica el título, es previa, anterior y superior a la cuestión secundaria del método.
Pero el rechazo de que la comprensión sea un método es únicamente el primer paso. Lo principal viene ahora, cuando Gadamer afirma que la existencia humana está intrínsecamente inmersa en la comprensión, que vivir es siempre comprender, estar comprendiendo algo. ¿Qué es lo que se comprende en el comprender? Se entiende una y otra vez, en el decurso del propio vivir, el sentido de los fenómenos, se interpreta su significado lingüístico (la filosofía de Gadamer destaca que el lenguaje es el cauce básico en el que se articula la comprensión, como ya se ha subrayado). Tenemos pues, como tesis básica y principal, que según la hermenéutica filosófica de Gadamer, toda experiencia, todo conocimiento, toda forma de saber -sea en la ciencia, en el arte, etc.- es “comprensión”. Por lo tanto, la filosofía tiene que intentar aclarar lo mejor que pueda en qué consiste “comprender”. Veamos a continuación qué afirma Gadamer al respecto.
La filosofía moderna en su conjunto ha partido del Modelo “sujeto/objeto”. O sea, ha supuesto que en el punto de partida lo que hay es un sujeto separado de un objeto, una contraposición entre ambos; después, esta filosofía tenía que explicar cómo es que hay entre ambos una relación y, además, cuál es el elemento principal, el factor que por ser independiente y autosuficiente sirve de fundamento al otro. Por eso, en el mundo moderno, han debatido dos tipos de explicaciones: en el realismo se dice que el objeto es previo al sujeto, por lo que el modelo básico se dibuja así “Objeto → sujeto”; en el idealismo se cree que el sujeto es superior y anterior al objeto, por lo que el modelo sería el siguiente: “Sujeto →objeto”. Pues bien, y siguiendo aquí Gadamer la tesis de Heidegger de que lo primario es el ser-en-el-mundo, lo primario no es un sujeto contrapuesto a un objeto: en el punto de partida del acto y el proceso de la comprensión están coimplicados los seres humanos y el mundo, hay entre ellos una recíproca pertenencia. Un caso relevante de esta coimplicación está en lo que Gadamer denomina “fusión de horizontes”: cuando alguien lee un texto, por ejemplo una novela, inicialmente hay una “distancia” entre ambos, hay una “diferencia” entre la perspectiva y el horizonte el lector y la perspectiva y el horizonte del propio texto (el “mundo” expuesto en la obra literaria); pero esta distancia y diferencia no es semejante o no es equiparable a la pura oposición entre el sujeto y el objeto, pues en el fondo lo que hay aquí, como venimos señalando, es una “co-implicación” entre el lector y la obra literaria en la comprensión. Por lo tanto, ¿qué sucede en el proceso y el acto de la comprensión en el caso de la lectura por un lector de una novela? Los dos horizontes o las dos perspectivas se van ajustando entre sí, se van acoplando poco a poco, hasta que, en el punto culminante, esos dos horizontes distintos y separados se funden en uno solo (el lector ha entrado en la obra literaria y, también, la obra ha penetrado en el lector).
Después de mostrar que la comprensión no se puede explicar o describir desde el modelo sujeto/objeto Gadamer se propone como reto aclarar la “estructura” de la comprensión: ¿cómo es que la compresión está articulada y organizada? La tesis principal de Gadamer es aquí la siguiente: en la comprensión actúa siempre un “comprender previo”, una “pre-comprensión”; es decir, en la compresión constantemente se anticipa -se proyecta de antemano- una totalidad de sentido que después se va recorriendo poco a poco, parte por parte, fragmento a fragmento; es decir: en la comprensión opera lo que se llama el “círculo hermenéutico”: la comprensión está estructurada según un círculo en el que desde el todo anticipado se destacan las partes y, también, desde las partes recorridas se va apuntando hacia el todo o el conjunto (el ejemplo anteriormente mencionado de la lectura de una novela puede también ilustrar lo que Gadamer está afirmando respecto a la “circularidad” de la comprensión en tanto ésta reposa en una pre-comprensión: en la comprensión está anticipado vagamente el todo de sentido de la novela, por ejemplo su género literario, etc., y después, según se van leyendo sus capítulos se van corrigiendo y adaptando entre sí las partes y el todo y viceversa).
En su “ontología de la comprensión” Gadamer destaca que el comprender es en su raíz una “experiencia” (Erfahrung). Pero esto tiene que entenderse a partir de una consideración de lo que significa esta palabra en su acepción más genuina: una experiencia verdadera -o una experiencia de verdad- es un viaje, una aventura, un ejercicio de exploración (siendo entonces su caso límite la indagación en lo desconocido). ¿Por qué en su raíz, en su origen, la comprensión es una “experiencia” en este peculiar significado del término? Porque la genuina comprensión acarrea una mutua modificación tanto en lo comprendido -que revela facetas o aspectos más o menos inéditos de sí mismo- como en el que lo comprende: cuaja en ambos factores del comprender un cambio recíproco, una singular transformación. La auténtica comprensión -según distintos grados de intensidad- está atravesada y sostenida por un acontecer en el que el punto de partida resulta trascendido por una novedad, una innovación, algo que ha introducido una alteración más o menos profunda o más o menos drástica respecto a lo que había al principio, cuando el círculo de la comprensión aún no había sido recorrido.
3.4 La historicidad de la comprensión
Gadamer ha planteado y desarrollado una ontología de la comprensión. La filosofía, según esta orientación, se encarga de exponer -sacar a la luz, explicitar- las condiciones ontológicas de la comprensión, por ejemplo, la coimplicación entre la existencia humana y su mundo (o entre lo comprendido y el que comprende), la precomprensión y su estructura circular, la fusión de horizontes, el lenguaje como cauce de la comprensión, el radical carácter “experiencial” del comprender, etc.
A este conjunto de factores ontológicos de la comprensión -en los que se expone a la vez el ser de la comprensión y la comprensión del ser- Gadamer añade ahora un importante componente hasta el momento desconsiderado: la comprensión de algo por alguien reposa, como se ha indicado, sobre una comprensión previa, sobre una precomprensión. Pues bien, lo que marca la siguiente fase de la investigación gadameriana -en la que se va articulando paso a paso una “hermenéutica filosófica”- es la tesis de que la comprensión previa es intrínsecamente “histórica”: surge así el principio de la originaria historicidad del comprender. ¿Qué significa esto? ¿Qué implicaciones tiene? Es lo que veremos a continuación.
Gadamer sostiene lo siguiente: la comprensión -la precomprensión, la comprensión previa (en la que se anticipa una totalidad de sentido, etc.)- remite a la tradición; se erige sobre ella, se nutre de ella, etc. Gadamer desarrolla así la tesis de que la comprensión previa está arraigada en la tradición siguiendo inicialmente dos direcciones: en una se propone rehabilitar o recuperar el concepto de “prejuicio”, en otra vertiente del tema retoma el concepto de “autoridad”. Cuando sigue estas dos direcciones está en el fondo polemizando con la Ilustración del siglo XVIII: ésta pensaba que había que suprimir todo “prejuicio” y anular cualquier “autoridad”. Gadamer considera que estos dos propósitos son ilusorios, quiméricos y, por ello, perjudiciales: empujan a la comprensión en una dirección que la estrecha, la empobrece, la desarraiga. Es decir, y en última instancia: Gadamer intenta subrayar que hay un importante sentido positivo de la tradición, el prejuicio y la autoridad que no debe perderse, pues cuando esto sucede afecta negativamente a la comprensión del mundo; es decir: tiene que enmendarse y rectificarse la exagerada pretensión de la Ilustración de acabar con toda tradición, cualquier prejuicio y autoridad. Estamos aquí, en definitiva, ante las principales consecuencias de fijarse en la intrínseca historicidad de la comprensión.
La comprensión, destaca Gadamer, es histórica en su raíz; por lo tanto, la historia es un factor positivo de las condiciones ontológicas de la comprensión: es un componente de sus condiciones a priori de posibilidad. Así pues, la comprensión de cualquier fenómeno -en la ciencia, el arte, etc.- no surge de la nada, ni flota en el aire, parte siempre de una tradición, de lo en ella depositado; la comprensión, en definitiva, arranca de una tradición, se despliega desde ella. Esto tiene muchas implicaciones importantes, por ejemplo esta: no hay propiamente un “punto cero” del comprender; y no lo hay ni en un pasado al que se pueda regresar ni en un futuro que se deba anhelar: no hay un punto cero que sea o “previo a la historia” (pre-histórico) ni “posterior a la historia” (post-histórico), es decir: en la historia de la comprensión -en la comprensión en tanto sostenida y atravesada por la historicidad- no cabe ni un origen único y puro ni, tampoco, un fin total y definitivo en el que la historia concluya y culmine (como cuando se afirma que hay un fin de la Historia entendido como la cima del Progreso en la que lo real será adecuado a lo racional, etc.). La tesis de Gadamer es, pues, esta: sin tradición no cabe comprensión. ¿Significa que la hermenéutica filosófica acepta un mero “tradicionalismo”? No exactamente; aunque Gadamer diga que siempre se parte de la tradición esto no implica que se permanezca siempre en una tradición idéntica en la que se conserven sin modificación sus “contenidos esenciales”: desde una tradición la compresión puede dar pie a que termine cuajando otra tradición, una tradición distinta, nueva, diferente (y, con ella, un mundo inédito con sus propias posibilidades). Las tradiciones cambian -sea de un modo lento o rápido-, pero sólo desde ellas el mundo resulta comprensible. Tirando de este hilo conductor -la tradición como concreción de la historicidad de la comprensión- Gadamer va a destacar que también son ingredientes relevantes del comprender, por un lado, el “prejuicio” y, por otro lado, la “autoridad”.
El “prejuicio” es un factor posibilitador o un elemento posibilitante de la comprensión. No es solo ni siempre, explica Gadamer, un impedimento o un obstáculo. ¿Qué es un prejuicio de la comprensión? Un tópico, un lugar común, un nudo en el que cristaliza y se forja el sentido común, una comunidad de sentido. Hay prejuicios que son fecundos y prejuicios que son estériles: los primeros ayudan en la comprensión, los segundos la paralizan y la bloquean. Con esta tesis Gadamer se opone a la Ilustración: en ella se cayó en la ilusión de que es necesario eliminar automáticamente todos los prejuicios, pensando que así se consigue y se da paso a una comprensión pura, limpia, única y universal. Pero los prejuicios -los tópicos en los que se apoya la comprensión- no deben confundirse con meras opiniones erróneas o creencias injustificadas. Los prejuicios pueden ser positivos. Así, explica Gadamer, el proceso de la comprensión incluye como aspecto suyo una crítica de los prejuicios en la que se aceptan los que permiten y favorecen que la comprensión prosiga y culmine y se descartan los que la detienen y atascan. Pero una crítica de los prejuicios es algo distinto de su pura y simple supresión que es lo que debía hacerse según la Ilustración para alcanzar el nivel de la pura racionalidad.
También en la denostada “autoridad” hay un sentido positivo que es importante, destaca Gadamer, asumir. Se piensa, frecuentemente, que cuando se invoca a una autoridad sólo se persigue parapetarse en una instancia arbitraria y caprichosa desde la que se impone algo por la fuerza en vez de por la razón. Pero esta creencia, procedente de la Ilustración del siglo XVIII, es, dice Gadamer, exagerada y unilateral. Una autoridad determinada puede ser discutida, desde luego, pero lo que ya no es posible es sin más suprimir toda autoridad bajo la idea de que su papel es siempre negativo. Hay, por lo tanto, en cada campo, por ejemplo, en la ciencia, en la moral, en el arte, etc., autoridades legítimas, cuyo papel es, dentro del juego de la comprensión, positivo, benéfico, imprescindible. Gadamer repudia el autoritarismo, entendido como la ciega obediencia a cualquier autoridad, pero hay instancias de autoridad que por su competencia, buen hacer, ponderado criterio, honradez y honestidad, etc., merecen ser reconocidas y seguidas. Por lo tanto, concluye Gadamer, la autoridad no se opone tajantemente a la razón, hay entre ellas un punto de coincidencia en el que la comprensión tiene que estar apoyada para seguir su curso y llevarse a cabo de un modo fecundo.
El prejuicio y la autoridad, reivindicados por Gadamer como factores positivos, son dos concreciones de la tesis de que la comprensión está basada en la tradición (tesis que, a su vez, concretaba la idea de la intrínseca historicidad de la comprensión). Cuando Gadamer, siguiendo con el desarrollo de su propuesta filosófica, trata de precisar aún más en qué consiste la tradición, alude a lo que denomina “historia de los efectos”; veamos con brevedad el significado de esta expresión dentro de la ontología de la comprensión (o de la hermenéutica filosófica).
Una tradición es el conjunto de lo transmitido y de lo heredado; ella muestra, tal como Gadamer la entiende, el peso positivo del pasado en la comprensión (a veces el pasado puede suponer un lastre, tener un papel negativo, pero esto es algo secundario o subordinado que no debe conducir a renegar de las tradiciones). ¿Dónde se encuentra la tradición? Sobre todo, subraya Gadamer, en una serie de obras canónicas, en un elenco de obras clásicas; uno de los componentes básicos de un mundo histórico -un factor determinante para que éste alcance una figura concreta- está en el modo en que recibe sus obras clásicas y canónicas (obras a la vez originales y ejemplares). Con esto resalta -y es el punto central en el concepto de “historia de los efectos”- lo siguiente: las obras, para que de verdad sean clásicas, no son algo inerte que simplemente está “de adorno” -como un jarrón de porcelana en el salón-, las obras canónicas tienen que ser recibidas, asumidas, recogidas, y no una sola vez, sino una y otra vez (esta es la marca de lo clásico: su inagotable riqueza). La “historia de los efectos” -o la “historia efectual” en tanto urdimbre de la tradición- alude, por lo tanto, a los distintos efectos en la posteridad de una serie de obras asentadas, conservadas, sedimentadas; esta variedad de efectos depende por un lado de las propias obras, de su contenido, pero también de los diferentes contextos en los que son actualizadas, interpretadas. Cada obra clásica es, pues, la serie de sus efectos, el conjunto de su repercusión (esto puede decirse de una obra científica, por ejemplo, los Elementos de Euclides, o de una obra artística, El Quijote de Cervantes, etc., etc.). Una de las consecuencias de este planteamiento gadameriano es la siguiente: la tradición sobre la que, en cada caso, para cada mundo histórico, se sostiene la comprensión no es algo fijo y estático sino algo dinámico y cambiante. Por todo esto, Gadamer puede sostener que la tradición es fuente y manantial, un trampolín vivo y palpitante de la comprensión, una instancia nutriente que en vez de detenerla y anquilosarla la espolea e impulsa hacia el futuro (al contrario, cuando la comprensión se hace la ilusión de que puede o debe cortar todos los lazos o vínculos con la tradición, “empezando de cero”, se vuelve estéril, deja de dar frutos, se seca y se marchita como un árbol al que le han cortado las raíces). La comprensión es, así, un acontecer incesante, interminable, y lo es, entre otras cosas, porque no hay ni en el pasado ni en el futuro un Saber Absoluto, completo y definitivo. La comprensión es una experiencia, un viaje en el que desde lo conocido se transita hacia lo desconocido, siempre en el marco de la finitud: la comprensión está circunscrita por una serie de límites que lejos de ahogarla la hacen posible.
En definitiva, resumiendo lo expuesto, con los conceptos de tradición, prejuicio, autoridad e historia efectual, Gadamer pretende explicar de un modo satisfactorio qué significa y qué implica que la comprensión sea de un lado a otro “histórica”.
Un último punto que puede ser destacado de la propuesta filosófica de Gadamer -un punto que engarza con la tesis del carácter lingüístico de la comprensión- está en el nexo o el vínculo que él explicita entre la comprensión y el diálogo. La experiencia de la comprensión -la comprensión como experiencia- tiene su enclave principal en el diálogo, es ahí, especialmente, donde acontece la comprensión. ¿Qué es el diálogo que está incardinado en la comprensión? ¿En qué consiste? El diálogo, tal y como lo concibe Gadamer, es, por un lado, un juego de preguntas y respuestas que van y vienen, retroalimentándose; por otro lado, el diálogo incluye un intercambio de argumentos y de pruebas sobre el asunto que despierta el debate o la discusión del caso. En la medida en que la comprensión dialógica reúne estos dos elementos Gadamer la considera el lugar privilegiado del ejercicio crítico de la razón, el lugar de la crítica racional de lo que pasa y sucede, en el seno de la comprensión, en el mundo histórico actualmente en marcha. ¿Por qué, en definitiva, Gadamer insiste en afirmar la preeminencia y la prioridad del diálogo dentro del acto y el proceso de la comprensión? Por el motivo siguiente: el diálogo -la comprensión en la que unos debaten con otros en torno a un asunto en disputa- permite localizar y precisar, cada vez, en cada ocasión, el punto intermedio entre el “escepticismo” (según el cual “no hay ninguna verdad”) y el “dogmatismo” (para el que “solo hay una Verdad que está fijada de antemano, de una vez por todas y para siempre”); este punto de equilibrio dibuja la frágil y delgada línea por la que se mueve siempre la comprensión cuando acontece de un modo fecundo, fructífero, es decir, cuando cuaja según sus mejores posibilidades.
3.5 La hermenéutica literaria después de Gadamer
La obra de Gadamer ha influido en el desarrollo y la remodelación de la tradicional hermenéutica literaria (el arte de la exégesis, de la interpretación, de obras artísticas). Su influencia se ha dejado sentir especialmente en la Escuela de Constanza, en autores como Ingarden, Jauss e Iser. El tema general de esta corriente de la hermenéutica literaria es el marcado por la pregunta siguiente: ¿en qué consiste y cómo se articula la lectura de una obra artística, sea una novela o un poema? Este es el principal hilo conductor de sus indagaciones.
Resaltaremos algunas tesis de la Escuela de Constanza: a) cada obra textual incluye una serie de lagunas o huecos que el lector está llamado a completar o tapar; b) en la lectura son muy relevantes las expectativas del lector, las cuales van cambiando según éste se sumerge en el texto y va viajando por él; c) lo importante de una obra literaria no está en las intenciones del autor ni es sus vivencias internas, lo importante está, más acá de los propósitos del autor o de su carácter, etc., en el propio contenido de la obra, en el “mundo” que en ella se expone y se dibuja; d) cada obra literaria posee, según su género, estilo, etc., una peculiar organización o estructura que explica cómo está compuesta; e) las obras literarias son susceptibles de una pluralidad de lecturas, aunque esto no significa que todas las interpretaciones sean legítimas y válidas o que, dentro de las lecturas legítimas todas sean igualmente valiosas; la pluralidad de las interpretaciones, por otro lado, es a la vez sincrónica y diacrónica: concierne tanto a las lecturas que se realizan en un mismo periodo como a las lecturas que sucesivamente se efectúan en la historia de la recepción de una obra escrita; en el fondo, por lo tanto, cada texto define un campo limitado de lecturas posibles.
Bibliografía
Derrida, Jacques, El problema de la génesis en la fenomenología de Husserl, ed. Sígueme, 2015
Escudero Pérez, Alejandro, El tiempo del sujeto, ed. Arena, 2010
Heidegger en el laberinto de la modernidad, ed. Arena, 2016
Gallagher, Shaun, Zahavi, Dan, La mente fenomenológica, ed. Alianza, 2013
Grondin, Jean, Introducción a la hermenéutica filosófica, ed. Herder, 1999
Introducción a Gadamer, ed. Herder, 2003
Moran, Dermot, Introducción a la fenomenología, ed. Anthropos, 2013
Patocka, Jan, Introducción a la fenomenología, ed. Herder, 2005
Ricoeur, Paul, Del texto a la acción (ensayos de hermenéutica II), ed. FCE, 2000
Rodríguez García, Ramón, Heidegger y la crisis de la época moderna, ed. Síntesis, 2006
Waldenfels, Bernhard, De Husserl a Derrida (introducción a la fenomenología), ed. Paidós, 1997
Xolocotzi Yañez, Ángel, Fundamento y abismo (aproximaciones al Heidegger tardío), ed. Porrúa, 2011